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Paola Herrera
Photo Credits: themostinept ©

Street Harassment

Estoy exhausta de tener que caminar por las calles como si viviera en una película de suspense, donde soy la chica que acelera su paso mientras observa con mirada de pánico sus arrabales, pero no visualiza a nadie, mientras siente en su espalda el peso de unos ojos desconocidos, mientras siente la respiración de quién la acecha en la obscuridad tenebrosa de una calle desolada. Así vivo mientras recorro las calles de la ciudad, el único detalle contrapuesto es que esto no solo me sucede por las noches sino también cuándo el sol muy a lo lejos fulgura a la metrópolis y, sin lugar a dudas, así se sienten millones de chicas en todas partes del mundo.

El acoso callejero es un tema controversial, hay quienes justifican dicha perversidad, quienes nos miran con el ojo de la culpabilidad como si fuésemos asesinas seriales y hay quienes argumentan con la voz en modo off, casi en susurros, que somos como objetos de valor posando en alguna estantería del centro, con derecho a que nos griten obscenidades o nos incomoden la existencia o peor aún que nos obliguen a sentir miedo de que un día o una noche cualquiera no logremos llegar a casa vivas y que nuestros seres queridos pasen la noche en vela, con el alma en vilo aguardando noticias nuestras, esperando que se nos haya olvidado avisar, que estamos bien y rezando entre los dientes para que no seamos una Mara Castilla más.

En América Latina, durante el año 2016 un total de 2089 mujeres fueron víctimas de feminicidio, siendo Honduras el país con el más alto número de mujeres asesinadas, ubicando así 13.3 feminicidios por cada 100.000 mujeres. En México mueren siete mujeres al día, víctimas de esta mortal ola de violencia y misoginia, por otra parte en lo que va del año 2017 en Argentina se han registrado 143 muertes por feminicidios y esto no se detiene en el resto de los países latinos ni mucho menos en el resto de los continentes.

Ser asesinada por razón de sexo es una barbarie. Ser denigrada por tener entre las piernas un Monte de Venus y entre el pecho dos islas paradisíacas con ápices de cerezas, que no son más que sinónimos de arte y no de criminalidad es un hecho terrorífico. Es como si desde el momento en que el ginecólogo le da la noticia a tus padres de que serás una niña, tuvieras una marca en esta sociedad disociada y estás a punto de entrar en un campo de batallas entre tu seguridad, tu bienestar, tu vida y la crueldad de quienes creen que tienen el poder. Porque, seamos sinceros y aceptemos nuestra verdad, como féminas el acoso no es solo un tema de deseo, es un tema de poder.

Debemos hacernos sentir, debemos gritarlo, por redes cibernéticas, entre reuniones familiares, conversaciones triviales, grupos de Whatsapp, medios de comunicación, crónicas, artículos, poemas, novelas, libros, revistas, largometrajes, cortometrajes, caricaturas. Debemos hablarlo en charlas, educar a los niños, hacer eco profundo a la bestialidad en la que estamos sumergidas simplemente por ser mujer. Prohibamos normalizar esta vileza que atenta contra nuestro bienestar, que nos conduce al terror de la inseguridad física y emocional. Seamos la voz, yo quiero ser también una voz para que no haya ni una menos y ni una más.


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