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daniel campos
Photo by: Charley Lhasa ©

Sorpresas vitales

“La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!”, canta con sabiduría mi hermano del istmo, Rubén Blades. A veces, en el transcurso de una semana, te da las sorpresas al cuadrado.

En una tarde soleada y cálida de lunes, salí del Museo de Arte Moderno (MoMA), en Manhattan. En vez de girar hacia la Avenida de las Américas y buscar la línea F del metro, como habitualmente lo hago, fui hacia la Quinta Avenida. Mi intención era andar al aire libre y ver gente mientras me enrumbaba hacia la Biblioteca Pública.

Pero cuando pasé frente a la Catedral de San Patricio algún instinto inefable de búsqueda de significado me conmovió. Observé el templo de arquitectura neogótica, con los portales, pináculos y torres puntiagudos señalando hacia el cielo, aprecié el resplandor de la estructura de mármol blanco bajo el sol y decidí entrar.

Hacía muchos años que no entraba en una iglesia. Pero desde que un ladrón de veranos e ilusiones hurtó mi pasaporte en el aeropuerto de Newark, justo cuando estaba a punto de viajar a Costa Rica, yo había andado sensible y atento, en busca de descubrir, o quizá crear, significado. No esperaba hacerlo en la catedral, pero sí encontrar un espacio para la gratitud y la reflexión.

Caminé en silencio y con sigilo entre los cientos de turistas. Busqué una banca donde sentarme en paz, en la nave lateral norte, cerca del transepto. Escogí una parcialmente escondida por una columna, con buena vista hacia el altar, y me senté.

Por algunos minutos cerré los ojos y di gracias a la Vida, al Amor, a la Luz, a Natura Naturans — al impulso creador, vital e inmanente en el cosmos que también se llama Dios. Daba gracias por estar vivo, respirando, sano, seguro y bendecido por la presencia de personas amadas en mi vida.

Terminé la oración de gratitud y abrí los ojos. Me quedé contemplando la belleza multicolor de los vitrales en la tarde luminosa y el contraste entre la vivacidad de sus tonos y la sobriedad de las paredes y columnas de mármol bajo el techo abovedado. Lo interpreté como una tensión entre la alegría y la serenidad que se transformaba en equilibrio y ecuanimidad.

Cuando mi espíritu se sintió saciado, salí de la catedral y caminé en paz, zigzagueando por varias calles y avenidas, hasta que me reencontré con la línea del tren F. Bajé al túnel y regresé a Brooklyn.

Llegué a mi apartamento y vi que el cartero había entregado un sobre blanco. Mi nombre aparecía no sólo como destinatario sino también como remitente. El verdadero remitente quería permanecer anónimo. El sello postal indicaba que el paquete había sido enviado desde Union, Nueva Jersey. Intrigado, lo palpé y lo pesé en mis manos, tratando de adivinar lo que contenía. Era liviano y rectangular.

Abrí el sobre con cautela. Adentró encontré el pasaporte que me habían robado una semana antes, en Newark. Perplejo, comprobé que estaba intacto. Incluso traía entre sus páginas la tarjeta del Center for Disease Control que certificaba mi vacunación contra el covid-19.

Por un momento quise buscarle explicación al evento. ¿Quizá la persona que cometió el hurto se conmovió y decidió enviarme el pasaporte con cinco de los dólares que me robó? ¿O quizá un “buen samaritano” lo encontró botado y decidió enviármelo?

Pronto desistí del intento de explicación y simplemente respiré agradecido y aliviado. No sé qué sucedió. Sé que en la Catedral de San Patricio le agradecí a la Vida por las bendiciones con que me colma y Ella me sorprendió con renovadas posibilidades de viaje para el verano.


Photo by: Charley Lhasa ©

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