Tengo la fortuna de poder quedarme en casa, también el temple, aunque algunas veces la ansiedad me muerde los talones; en esas ocasiones pienso en las personas que tienen que estar afuera a pesar del miedo y eso me retiene en casa, pegado a la ventana. Veo el autobús pasar cada treinta minutos, casi siempre va vacío. Suena el vapor saliendo por el orificio de la cafetera, son las seis de la mañana. Trato de llevar la misma rutina que tenia antes de todo esto y que no me devore la incertidumbre de no tener horario. Soy afortunado.
Otros libran la batalla allá afuera. Algunos la estropean. Trato de mantenerme alejado, como una seña de egoísmo puro, y me descubro repitiendo a medias voces la rutina de las siete de la mañana: cambiar dos veces de tren, salir en multitud, como banco de peces sin líder, pero perfectamente coordinados, llegar al Deli, llenar de café un vaso de papel y charlar con los cocineros, que ya libran sus faenas.
En trece años de vivir en Nueva York he trabajado y habitado en los cuatro condados y hay un Deli en cada rincón de la ciudad. Los recuerdos inundan ahora mi memoria: el «bacon, egg and cheese» de marca infarto de East New York, el café etíope de Jerome Avenue, las donas azucaradas que desaparecieron en lo que ahora es The Vessel, el arroz con leche en Main Street, el «Philly Cheese steak» que desapareció de la 125 street y la avenida 12, el «chub cheese» de Park Slope, el chorizo con huevo en Dyckman Street, el pan de bono en Roosevelt Avenue, las «pupusas» mañaneras en Longwood o el «pastry» recién horneado en Long Island City. Podría seguir y morir de antojo, pero pienso en el Deli, como institución neoyorkina, que sigue abierta para seguir con su función esencial. La idea del Deli me hace soñar. Sueño con que salgo de este apartamento, piso la acera y veo la calle vacía. Comienzo a caminar y un autobús sin conductor me recoge. Cuando me deja tomo un tren iluminado y desierto, el sonido del metal contra el metal a la hora de frenar me devuelve los años que he envejecido. Cambio de tren y no hay nadie. Todo sigue milagrosamente iluminado y vacío. Salgo a la calle, no hay nadie a la vista. Estoy a dos calles de mi trabajo, paso al Deli, todo está en su lugar, pero no se ve un alma. Tomo un vaso de papel, me sirvo un café, y sigue sin haber nadie. Me detengo a mirar, despacio, el aroma del café me inunda como lo han hecho todos los relatos que leí en la infancia, y me resigno. Rumbo a la salida escucho una cacerola que se cae en la cocina, ¡están ahí! ¡Los cocineros! ¡Las cajeras! ¡Están ahí! Me acerco, hablamos de cosas que no existen. Las personas comienzan a entrar de nuevo, los profesores de la primaria, los obreros de la construcción, hay ruido, ruido, ¡ruido!
Salgo, llego a mi trabajo, tarde como siempre y sé que todos están ahí.
También sé que estoy soñando, y despierto.
Estoy junto a la ventana, viendo pasar autobuses. Soy afortunado. Pienso en quienes no lo son. La ansiedad me muerde de nuevo los pies, pero no me moveré de esta ventana. Este es mi lugar, por ahora, vigilando autobuses.
Sin embargo, a veces, a mitad de la noche despierto y quisiera huir, tomar todo lo que amo de esta ciudad y largarme hacia el pasado. Que mañana llegue pronto para que vuelva a ser ayer.
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