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Marcelo Gabriel Escalada

Solo la escritura te salvará

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir.

Marguerite Duras

Se sentó a la mesa y se secó el sudor de la frente a la vez que suspiró mientras miraba de reojo su entorno. Apoyó su mochila en el suelo. Pensó. La tomó y la puso en su regazo. Instintivamente, sacó su cuaderno forrado de un cuero marrón, y también una lapicera. El mozo se acercó. Era un hombre de unos setenta años, de piel arrugada, canoso y de pantalón y camisa color negro. Hola, ¿puede hacer un licuado de frutilla?, le dijo sonriendo. Bueno, respondió como si el pedido gozara de una excesiva molestia. ¿Con leche o agua?, preguntó. Leche, por favor, le respondió y, mientras el anciano se iba, el joven exclamó por debajo un suave “Gracias”. No sabía cómo ser descortés, por más que del otro lado recibiera un gesto inmutado, sin color.

En la mesa de madera pintada de negro, al lado de su cuaderno, su lapicera, y ahora de su refrescante licuado de frutilla, yacía un libro que había comprado en una librería de la zona, minutos antes de entrar a la cafetería. Lo tomó con ambas manos y, para confirmar que hizo una buena compra, leyó el título y sonrió. La soledad de los números primos. Luego pispió las dos palabras que estaban debajo de éste y la sonrisa se mantuvo. Paolo Giordano. Mantuvo el libro en sus manos durante unos segundos hasta que la culpa lo alejó de él. Recordó que estaba por quedarse desempleado, que el país estaba sumergido en una crisis, y que había gastado casi seiscientos pesos en una obra literaria. Tragó saliva. Se estiró hacía atrás hasta escuchar que sus huesos hicieran ruido. Esta crisis de mierda no va a hacer que no pueda leer para escribir. Escuchó la puerta cerrarse de un golpe y sus pensamientos tomaron otro rumbo. ¿Acaso nadie lee el cartel que dice que la puerta debe ser cerrada con cuidado?

Abrió el cuaderno. Buscó una hoja en blanco. Escribió. 26/12/18. Se preguntó si los dos hombres corpulentos que estaban sentados unas mesas más adelante se iban a callar en algún momento. Che, Rubén, mirá la minita que me estoy comiendo. Nada era menos aburrido que una charla de dos cuarentones hablando sobre mujeres veinte años menores que ambos. Altas tetas, boludo. No podía concentrarse. Dejó la lapicera a un lado, se cruzó de brazos y puso su mente en blanco. Los pensamientos volvían a serpentear en su mente. Apoyó la mano izquierda en la mesa y acercó la derecha al vaso. Tomó un sorbo de su licuado, y otro, y otro, y otro. ¡Estaba riquísimo! El néctar le dio el impulso que necesitaba. Empezó a escribir.

Escribió dos cartillas ininterrumpidamente. Luego, el celular vibró. Temía que si lo sacaba de su bolsillo iba a perder el hilo de la concentración. Lo sacó. No necesitas irte de tu lugar para hacer lo que te apasiona. Te amo. Pasó los dedos de su mano derecha por su cabellera y suspiró. Sí, no debía irse de su departamento, ese propio departamento que pagaba honradamente con su miserable sueldo de redactor. Pero, ¿cómo ejercer la capacidad de alentar el baile de las musas cuando sentía que debía apartarse de todos para reencontrarse? ¿Acaso debía resignarse a vivir enfadado por no poder explayarse cómo quería por el simple hecho de estar acompañado? Pensaba y pensaba. El problema no era ella –sabía que también la amaba– el problema era que necesitaba de un espacio cómodo, agradable, silencioso y sin palabrerías ajenas a su propia boca.

Intentó retomar la escritura pero no pudo. Volvió a suspirar. Tomó el libro y lo volteó hasta toparse con la contratapa. “Todo el mundo reconocerá algo de sí mismo en el libro de Giordano, pues el verdadero protagonista de esta maravillosa historia es la soledad”, explayó Il Giornale. Soledad. Ese estado, que ahora le parecía difícil de categorizar en la lista de sus emociones punzantes, se convertía en lo que necesitaba y en lo que tanto tiempo quiso que fuera imperceptible en su vida. Recordó que hace aproximadamente un mes atrás su mejor amigo decidió alejarse de él porque lo consideró una persona emocionalmente absorbente. Recordó que las navidades lo remontan a su intento de suicidio por haberse sentido terriblemente solo en su adolescencia. Pero también recordó una frase de Marguerite Duras. “Solo la escritura te salvará”. Quería salvarse, de sí mismo, porque claro, nadie hacía nada en su contra para que este se sintiera ofuscado por una escritura que no se daba a conocer. Lo entendió. El problema tal vez soy yo. Hizo una mueca: torció los labios hacia un costado al mismo tiempo que sus ojos estaban danzando. O tal vez no, tal vez son instancias que tengo que pasar para encontrar el verdadero hábito. Pensó lo que había pensado: llevaba diez años dedicándose a la literatura. De golpe, tomó la lapicera azul y abrió su cuaderno; volvió a escribir. “Solo la escritura te salvará”. No tenía nada más para explayar. Había tomado una decisión. Cerró su cuaderno, le puso el capuchón a la birome. Guardó todo en su mochila. Levantó la mano frenéticamente y luego hizo un gesto que el mozo entendió como un “¿Me traes la cuenta?”. El hombre, inmutado, se la trajo. El joven pagó, sonrió, se levantó y tomó el libro de Giordano. Había tomado una decisión, porque solo la escritura lo iba a salvar.

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