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esteban escalona
Photo by: Thomas Claveirole ©

Soliloquio navideño en la Sexta Avenida

Fue en la navidad del ochenta y cuatro cuando Santa dejó de visitar nuestra casa. Un mes antes, tuve una violenta revelación en los pasillos de mi colegio, el San Ignacio de Loyola, allá en la sureña ciudad de Concepción. Aquel día discutía con mi compañero de asiento sobre la existencia de Santa Claus. El decía que todo era mentira, y yo que sí, que era real, y que incluso lo había visto la navidad pasada volando sobre mi casa, escuchado el ruido de cascabeles y su grito de ¡jojojo! Estábamos en la clase de religión, dibujando el nacimiento del niño Jesús, y no nos dimos cuenta del ruido que causábamos hasta que la profesora gritó: “ustedes dos ¡fuera!” Me sentí doblemente molesto porque los animales del pesebre me estaban quedando tan bien, pero tan bien, que seguramente ese año sí sería seleccionado entre los mejores del curso. En el pasillo del segundo piso seguimos con la controversia hasta que mi compañero, fastidiado por todo, decidió dar un corte a la discusión y me dijo que yo era una “niñita cobarde” porque solo las niñitas creen en papá Noel. En realidad, ese no es un insulto, pero en aquel tiempo era un ultraje que solo se solucionaba de una forma: peleando. Yo no quería, pero él insistió y tiró un escupo en su dedo y tocó mi oreja. Ya no había vuelta atrás. Cuando se disponía a repetir la humillante maniobra en mi otra oreja, le di un directo golpe a la cara para que aprendiera, con la crueldad de mis puños, quien era Escalona; pero lo esquivó, ante mi desilusión de ver que ya no había vuelta atrás, sacó un gancho de derecha y luego un golpe de izquierda y luego me cayó un amasijo de puñetazos que traté de evitar cerrando mi inútil guardia hasta que me derribó, y en el suelo, me puse a llorar. Con el alboroto, las puertas de todos los salones se abrieron y salieron esas malditas cabecitas burlonas. Ahora todo el colegio lo sabría. Luego llegó el Jefe de piso y luego el Director de mi Colegio, un sacerdote alto y delgado con mirada de coronel. Tuvimos que quedarnos en la inspectoría hasta que llegaron nuestros padres para firmar la expulsión de dos días. En casa papá me dio un par de correazos, y me dijo que, si volvía a perder otra pelea, “mejor que ni lo sepa porque te va a pasar lo mismo”. Me fui a la cama todo adolorido y lloré hasta que el cansancio me hizo quedar dormido. Desde aquel año, mi navidad nunca más volvió a ser la misma. Algo de mí se perdió y fue de esa forma violenta con que suceden los cambios que arrastran a la pre-adolescencia, adolescencia y luego, a la eterna adultez.

Después de casi treinta años, ahora vivo en New York City. Camino junto a mi pequeña hija por los alrededores del Radio City Music Hall, Fox News, NBC Studios, de la sexta avenida. El aroma del pavimento, mojado por la llovizna que reposa el ambiente, se siente tan multicultural mezclado con el humo de los carritos de falafel, tacos, churrascos, quesadillas, lamb over rice, y el nitrógeno, el oxigeno, creando una ciudad diferente a la que dejamos unas cuantas calles atrás. Le digo a mi hija: “¡mira esas luces!” “¡Mira ese árbol!” y ella obedece, mira y me sonríe como diciendo, sí papá, ya lo vi, ya lo vi. Escudriñamos en algún aristocrático lobby para descubrir un precioso árbol navideño que, seguramente, fue adornado durante las secretas horas de la madrugada, por Versace, Giorgio Armani o Ralph Lauren. Quien sabe. Posamos cómodamente para las fotos, porque hay pocos turistas por el asunto del virus. Unas frente a esas esferas gigantes entre la 49th y 50th, otras bajo los monumentales cascanueces que flanquean las puertas del UBS Building, como si fueran guardias de un palacio encantado; y esas luces de navidad frente al McGraw-Hill Building; todo gigante, todo ostentoso, como si ya no fuera suficiente la inmensidad de los rascacielos para demostrar la grandeza de una ciudad que por antonomasia es imponente. Caminamos por una ciudad que se repite en el brillo humedecido de sus calles, fragmentos de luces sorprendidas, una ciudad gravitante en donde tan solo ayer era Halloween y luego Thanksgiving, y luego al Hanukkah y luego Navidad y luego año nuevo, y luego, y luego… y luego mi hija tira impaciente de mi mano.

“Si, claro, por supuesto mi amor”, tenemos que dejar su cartita al buzón de Santa Claus en Macy’s y siento que la cotidiana gravedad y estrés de esta ciudad se detiene porque las calles se han transformado en un gran obsequio envuelto en papel dorado y una cinta de color verde, me siento feliz de ir a dejar esa carta, de pensar que el tiempo me ha concedido una pequeña tregua y que he dado un gran salto en el espacio para descubrir que en el año dos mil veinte, gracias a mi hija, he recuperado algo que perdí en la navidad de mil novecientos ochenta y cuatro.


Photo by: Thomas Claveirole ©

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