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amparo bohorquz
Photo Credits: Макс Радомский / Max Radomskii ©

Soledad de la vida cotidiana

La ciudad de México se encuentra a tan sólo dos horas de la Ciudad de México, leo por redes sociales, y no puedo evitar pensar que me hice exactamente dos horas desde Santa Fe hasta acá. El calor agobiante del metro me hace guardar nuevamente mi celular cuando siento que la pantalla se calentó al punto de quemarme ligeramente los dedos.

El recorrido que va de Indios Verdes a Universidad, las últimas veces que lo he tomado, se ha detenido siempre justo antes de llegar a esa estación, y el vagón se empieza a llenar de una humedad que no evita que a todos se nos seque la boca. Va resoplando o desplazándose con movimientos abruptos hasta que reanuda la marcha.

Una vez que arribamos salgo y subo por las escaleras, con un soplo de aire dándome en la espalda que se siente casi frío después del asfixiante trayecto. Los murales de la estación me saludan mientras me dejo llevar por la corriente de gente. Cuando creces en una ciudad, acabas revisitando una y otra vez los mismos lugares, sobreescribiendo recuerdo sobre recuerdo. Ciudad Universitaria con mis padres a los 7 años, tomando el camión para San Fernando a los 15, acudiendo obligadamente a la biblioteca a los 19. Le añado un momento más, a los 24, tratando de llegar a tiempo para ver Carmina Burana.

Tomo la salida a la derecha, y subo los escalones que me llevan a la parada del Pumabús.

Mientras trato de no parecer (tan) perdida y averiguar cuál de todas las rutas me dejará en la Sala Nezahualcóyotl el sol se empieza a poner.

Algunos de los atardeceres más bellos los he visto en Ciudad Universitaria; hay algo de desierto en la forma en que el terreno se pela a ratos, exhibiendo las rocas volcánicas que lo conforman bajo la superficie, con brotes de un lado y sin más edificios grandes que los de las Islas en el centro.

Se tiñe el atardecer de naranja, cuando por fin descubro que la ruta que necesitaba era justo esa hacia la cual se dirigía el camión que acaba de irse. Una vez más me pregunto si debí traer a alguien conmigo.

De inmediato, como en todas las ocasiones en que se me ocurre ese pensamiento, algo dentro mío se rebela.

¿Es necesario acaso, contar con compañía para disfrutar cualquier experiencia?

Todos nos hacen pensar que sí. Desde las salidas familiares, los 2×1 y las mejores mesas de los restaurantes, la finalidad es estar con alguien.

No obstante, hay algo liberador en poder salir sin nadie. El dirigirme sola, completamente ajena a horarios o circunstancias de otros. Libre de ir y regresar a mi antojo, en control de la decisión del destino y de las actividades.

Aún, mientras lo pienso, me doy cuenta de que es un pensamiento sumamente millenial, la cúspide del individualismo. Vivir por y para mí, enamorada de la soledad como en algún cuento ruso en el cual la protagonista muere poéticamente en la más fría primavera.

No hay frialdad en México. Hay un atardecer, y sonido de tambores. Un círculo de gente que asumo como estudiantes se reúne con distintos instrumentos de percusión con los que empiezan a tocar un ritmo básico. Tun tun turun turun, tun tun turun turun. Se visten exactamente como cualquiera esperaría que se vistieran. Los formados para el siguiente camión los contemplamos. Tun tun turun turun. Quizá son sustancias psicoactivas que no dejo de captar en gente que pasa a mi alrededor. O la melodía remota, con la que probablemente bailaron los hombres bajo las estrellas antes de que existieran los techos.

Pero al abordar el Pumabús siento que quizá, no está mal hacer las paces con la propia soledad para llegar, sola y un poco tarde, a escuchar otros cantos de otras épocas.


Photo Credits: Макс Радомский / Max Radomskii ©

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