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Daniel Campos
viceversa mag

Un Sócrates chilango en Brooklyn

Llegué a Barbès cuando la Banda de los Muertos ya tocaba su música tradicional de Sinaloa. Me parecía interesante experimentar, escuchar algo nuevo que no me es familiar. Me encontré con dos trompetas, dos clarinetes, dos trombones, un corno alto, una tuba para marcar el ritmo en notas graves y una batería para darle un toque de percusión a todo ese viento. Y me encontré con un montonazo de gringos hipsters y un solo mexicano en la audiencia.

Éste sobresalía. Vestía sombrero de paja dorada, su copa hundida y las alas largas, dobladas sobre sí mismas a los lados y caídas hacia el frente y hacia atrás; camiseta negra con las mangas recortadas y, estampada en el pecho, una calavera multicolor con un crucifijo en la frente; jeans negros; faja de cuero con hebilla plateada de metal; botas de cuero negro; cadenas gruesas colgadas del cuello, una con dije de calavera, otra con crucifijo; y anillos grandes y plateados en el índice y anular de la mano derecha y el índice y corazón de la mano izquierda. Pelo largo y azabache recogido en colita que le caía hasta media espalda; rostro canela de ojos tueste oscuro, pómulos altos y nariz ancha; manos anchas de dedos gruesos. Aullaba y le respondía los coros a la banda cantando.

Me acerqué al frente, donde se divertía el muchacho. En la pausa le pregunté lo obvio:

—¿Sos mexicano?

—¡Sí! ¿Y tú de dónde eres?

—De Costa Rica.

—Ah, eres tico, ¡pura vida!

Y nos pusimos a conversar. Es chilango y habla como tal. Le gusta bailar de todo, salsa, cumbia, bachata. Sale de tres a cuatro veces por semana, pero le hace falta la música de banda y no hay mucha en Nueva York. Por eso había venido desde Harlem, donde vive, hasta Brooklyn, para escuchar a los Muertos y divertirse un rato.

Lleva cinco años en Nueva York y es handyman, o sea, «marido de alquiler»: arregla de todo en la casa. Hace de plomero, electricista, pintor, albañil, lo que se necesite. Recorre toda Manhattan en bicicleta; adonde haya chamba, él llega pedaleando. Así simplifica su vida y no lidia con embotellamientos ni molotes en el metro. Me preguntó qué hacía yo.

—Soy profesor —le dije, evadiendo el tema, pues me interesaba interrogarlo a él. Pero insistió.

—¡Qué bueno! ¿Y de qué?

—De filosofía.

—Hey qué bien. Me encanta la filosofía. A mí me gustó mucho un libro de filosofía tolteca que leí. Pero, bueno, para ti qué es la filosofía.

—Diay, la palabra significa el amor por la sabiduría. La pregunta fundamental es: ¿Qué es el buen vivir? ¿Para qué vivimos?

—Ay, pues para ser felices, ¿no? Digo yo, todos queremos ser felices, nadie quiere estar triste, ni amargado, ni enfermo, ni andar llorando por las esquinas, ¿no? Pero bueno, no sé, dime tú que eres el maestro.

—Estoy de acuerdo, pero la gente se pierde muy fácilmente —dije, como si “la gente” fueran los demás y yo no me perdiera a cada rato y necesitara una buena bailadita para reorientarme. —¿Qué significa ser feliz? —le di vuelta a la tortilla, poniéndome socrático.

—Pues conocerte a ti mismo, ¿no? Tienes que saber quién eres, qué te gusta, qué quieres, hacia dónde caminas, ¿no? Tienes que saber qué te llena en tu interior, ¿no? Porque si no se te puede ir la vida persiguiendo tonteras, cosas que no te llenan el alma, ¿no? O peor, te puedes pasar la vida en pendejadas, haciendo feliz a otro sin ser feliz tú, desviviéndote por otro que no sabe compartir contigo, o llorando por lo que no tienes. ¡Y no mames!, ¿no? La vida es corta y yo por lo menos quiero ser feliz.

Sonreí. Estaba ante un Sócrates chilango. «Conócete a ti mismo,» me había dicho, como lo dice el filósofo griego, según Platón en la Apología. Pero confieso que a mí Sócrates me parece un pretencioso y metiche. Una cosa es cuestionar tus razones para vivir dialogando con tus amigos y otra es jugar de misionero de la Razón y andar de necio entrometiéndose con los demás. Mi nuevo amigo en cambio es alegre, gracioso y en la mirada sincera se ve que vive su vida con sencillez, sin meterse en los asuntos de otros.

Empezaron a tocar los Muertos de nuevo y nos pusimos en movimiento al ritmo. Los hipsters también, se desinhibieron. Cuando la banda se mandó una quebradita, ritmo nuevo para mí, mi muchacho sacó a una rubiecita y la meneó con estilo de aquí p’allá, de allá p’acá. Ella se dejó llevar y ambos disfrutaron. Y en la siguiente pieza, sacó a otra y se soltó el chilango a marcar el compás ternario de la música con un zapateado tan vigoroso que una jarra de cerveza se cayó de la mesa a su lado y se quebró. Pero él siguió zapateando y ya no se sentó ni se quedó sin compañera p’al baile hasta el final del concierto.

Yo hice lo que pude, mirando de reojo al chilango para imitarlo pues nos mecían cadencias mexicanas nuevas para mí, un poco lejos de mis ritmos caribeños. Por dicha las hipsters no se dan cuenta que una quebradita no es una cumbia y un corrido no es un merengue. Pero inspirado por mi maestro pensé que debía aprender a bailar quebraditas, huapangos y corridos para no desentonar en la próxima fiesta. Antes de irme me acerqué para despedirme:

—La próxima vez que toquen los Muertos nos vemos.

—Perfecto. Oye Dani, hazme un favor.

—Claro. ¿Qué?

—Sé muy feliz.


Photo Credits: Michael Cory

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