En un alarde de furia y rebeldía, el idealista Schopenhauer escribió: “Cada día seguirá amaneciendo con nuevos sistemas filosóficos para usos de las universidades, construidos únicamente con frases y palabras, acompañados de una jerga especializada que permite hablar durante días sin decir nada; placer este que no se verá turbado por el proverbio árabe cuando dice: Oigo el ruido del molino pero no veo el molino.” El sistema le impone un perímetro a la realidad. O peor: parte de un supuesto: la realidad tiene un límite, un perímetro, y el sistema es un mapa o una horma exacta, preformada, de atrapar la realidad. Este pre-juicio funciona de manera perjudicial para pensar la misma. Sea la realidad social o artística, pienso que lo real es menos una forma que un río, es menos un territorio que un flujo dinámico e inaprensible. El sistema es el menos apto para pensar lo real. Prefiero el pensamiento que avanza por trancos, el que se organiza (o desorganiza) en fragmentos, a través de episodios que capturan instantes, piezas sueltas. Tal vez, esas mínimas huellas digan algo o alumbren una parte de eso que llamamos, orgullosos, realidad. El fragmento o el tranco, la pieza suelta o el paso en falso nos hacen avanzar o retroceder de a poco, como si siempre estuviéramos en la oscuridad, como si la realidad fuera un desafío y no una guerra ganada.
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