Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
paola maita
Photo by: freestocks.org ©

Sin maridos no hay paraíso

He tenido la suerte que jamás me han prohibido comprar libros, cuadernos ni lápices. Siempre he tenido al alcance de mis manos las herramientas necesarias para culturizarme y poder expresar mis ideas. Pareciese que, si las prohibiciones no se enuncian formalmente, no existen. Las reglas que tienen una causa y consecuencia podrían parecer a simple vista los únicos impedimentos reales para que no podamos alcanzar lo que nos proponemos. Sin embargo, lejos estamos de que las prohibiciones explícitas sean las únicas barreras que tenemos entre nosotras y las metas.

Crecí en un país del trópico, con educación gratuita incluyendo los niveles superiores, donde en teoría todos y todas podemos obtener las herramientas para ser lo que queramos. Y sin embargo…

Si te embarazas, tú eres la que se va a joder la vida… Eso no es una profesión para una mujer… ¿Y quién va a atender la casa si pasas tantas horas trabajando?

No, no son prohibiciones que estén escritas en algún lado. Son frases que se disfrazan de consejos y preguntas que te hacen pensar quizás tienen razón, esto no sea para mí.

No importa que ya podamos tener propiedades, cuentas bancarias a nuestro nombre, podamos divorciarnos, y que todos los trabajos estén a nuestro alcance. De puertas hacia dentro y en lo que callamos, seguimos teniendo limitaciones que reptan dentro de nosotras que hacen que nos replanteemos aspiraciones o que abandonemos sueños.

 


 

Una vez quise ser embajadora. Quería vivir lejos, pero al mismo tiempo representar a mi país en otro lugar y negociar en otros idiomas. Me estaba planteando hacer la carrera de Estudios Internacionales porque pensé que esa sería la manera de conseguirlo. Había empezado a estudiar francés porque sabía que era importante. Había pasado de ser un simple sueño infantil y le había comenzado a dar forma de plan.

Un día, una amiga de mi madre me preguntó que qué quería estudiar. Cuando le dije que quería ser embajadora y que estaba pensando en optar por Estudios Internacionales, su primera respuesta fue ¿Quién quiere ser el esposo de una embajadora?

Ahí encontré la primera prohibición tácita de mi vida cobrando forma, personalizada y hecha a mi medida. Ahí estaban resumidas las cosas que realmente se esperaban de mí: que fuese heterosexual, que me casase y que fuese capaz de escoger algo que no hiciese a un hombre dudar de querer estar conmigo. Podía ser una persona importante, pero a medida que mis sueños fuesen más grandes, menores eran mis posibilidades de encontrar un esposo que pudiese convivir con ellas. Al final, todo se reducía a encontrar ese delicado balance entre tener una carrera sin dejar de atender mis obligaciones de mujer.

Esa sencilla pregunta caló en mí como una poderosa prohibición tácita. No puedo ser embajadora porque si no tendré que vivir sola. Aunque no lo quiera.

Quizás si hubiese sido una norma explícita, habría sido más fácil entender qué era aquello que me separaba de mi sueño. Por el contrario, al enfrentarme con un impedimento disfrazado de consejo, no supe por dónde comenzar. ¿Qué tenía que cambiar? ¿La opinión de la amiga de mi mamá? ¿La forma de pensar de los hombres? ¿Las relaciones de pareja heterosexuales? ¿O simplemente tenía que hacer oídos sordos?

 


Cuando intento recordar cuántas escritoras leí en el colegio, sólo recuerdo una. Oficialmente, nos asignaron unos 20 libros, tanto profesores como profesoras. Sólo uno de ellos fue escrito por una mujer: Harry Potter.

El resto de la literatura que nos recomendaron venía de las plumas y máquinas de escribir de hombres de todas las edades y nacionalidades. Leí 19 hombres y solo una mujer.

A pesar de que nadie me dijo que no podía perseguir la meta de querer ser escritora, el modelo tampoco alentaba a ello. Por mucho tiempo creí que, si quería ser una escritora seria, tenía que escribir como un hombre y tener protagonistas masculinos. Dentro de esta idea, tenía que hacer algo virtualmente imposible: dejar de ser yo misma para poder hacer lo que quería.

Al final, abandoné la idea de ser embajadora, pero jamás he abandonado la idea de ser escritora, lo cual tendría sus propios impedimentos. A pesar que nadie me dijo que no escribiese, tampoco me plantearon un posible modelo para seguir dentro de mi educación formal. ¿A quién podía imitar si por allí iba a trazar mi plan de vida? Me dejaron muy claro que podía ser esposa de alguien, pero nadie me dijo qué hacer si quería ser escritora. Supongo que, después de todo, si alguien no quiere ser el esposo de una embajadora, tampoco querría serlo de una escritora.


Photo by: freestocks.org ©

Hey you,
¿nos brindas un café?