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Jose Eduardo Gonzalez

Símbolos Patrios

 

El Himno

Cansancio; a donde quiera que fuera era lo mismo. Cuando despertaba en la mañana en la televisión, las constantes propagandas en la radio, los anuncios impresos y pegados a donde se pudieran ver, los altavoces en los bulevares del centro o en las callejuelas residenciales por donde circulaban montados en camiones. Todo era una masa amorfa pintorreada de colores patrios, de consignas cuidadosamente estudiadas, vacuas palabrejas con pretensiones ideológicas, máximas históricas fuera de contexto, breves órdenes chauvinistas y militaristas y totalitaristas y quien sabe qué más aristas.

Vivavivagranacionalibertademocratautonomiarribarribagloriadiosycristoglorindependencistapatriomuertenemigosmortradiciodrevolucionuevombre…

Y todo siempre iba acompañado con las notas del himno nacional. Odiaba el himno, ya que era embustero. Hablaba, como la propaganda oficial, sobre libertad, democracia, patria, revolución, justicia y, sobre todas las cosas, de gloria. Se ahogaba en largos y rotundos glorias. No era el llano gloria, como el nombre de mujer, sino era gloooriaa, gloooriaa… era lo mismo con los patrias, pero los glorias dolían más.

Según la constitución, el himno nacional se transmitía cuatro veces por radio y televisión: A la seis de la mañana, al mediodía, a la seis de la tarde y a la medianoche; también sonaba al principio de cada transmisión oficial, evento deportivo o cultural, proyección de una película, inicio de la jornada en las escuelas, liceos, universidades, ministerios, bases militares y demás instituciones y a donde fuera necesario para añadir un aura de solemnidad patriota.

Esto no le hubiera molestado si sus estrofas no estuvieran tan cargadas de mentiras que cuando las cantaba, parecían brotar de la garganta y salir a gargajos.

Gloooriaa…gloooriaa…

Se preguntaba, en esos momentos meditativos durante la canción patria, si la palabra gloria de verdad tenía algún significado o si era solo una de tantas palabras hermosas pero vacuas que sirven para adornar discursos y bautizar barrios.

Hablaban de patria, y el país parecía ser de ellos y nadie más, hablaban de libertad, pero nada más ellos eran los libres, hablaban de democracia, pero ellos eran los únicos que decidían, hablaban de justicia, y solo ellos salían impunes, hablaban de gloria…

Gloooriaa…gloooriaa…

Aquella noche, la noche luego de las elecciones, sonaba el himno nacional desde una tarima improvisada en la calle. Se dio cuenta de su cansancio, sus frustraciones, su ira. Una ira ahorrada hora tras hora, día tras día, año tras año y que nunca había tenido manera de cobrar. Pensó en su hambre mientras ellos hablaban de abundancia, en su miseria mientras ellos hablaban de progreso, en su conformismo mientras ellos hablaban de revolución.

Allí está, entre el público, viendo la tarima y a ellos muertos de la risa. Siente, por alguna razón, aquella burla como algo personal. Es una risa patana y borracha, una carcajada inaguantable.

No sabe cómo ni cuándo agarró el ladrillo, solamente que lo tiene en la mano y nadie parece notarlo. Piensa si lanzarlo o no, ya que podrían matarlo a golpes y quien sabe que podrían hacer con su familia.

De repente, suena el himno nacional…

Gloooriaa…gloooriaa…

Lanza el ladrillo y se dan cuenta. Corre un poco pero la multitud le retiene. Mientras le revientan la cabeza a culetazos se da cuenta de que nunca había sentido tanta gloria dentro de sí.

 

La Bandera

–Hoy siguen los disturbios y manifestaciones en la República de…

La presentadora de noticias se detiene, toma aire y bebe agua. Tiene que pronunciar bien el nombre del país antes de que regresen del corte comercial. Mira una hoja de papel que tiene en el escritorio y ve como está escrito fonéticamente.

Le sigue pareciendo un nombre raro, con todas esas vocales y consonantes.

–Erre con erre, cigarro. Erre con erre, barril. Rápido siguen los disturbios y manifestaciones en la República de…

Todavía no le sale bien.

Está nerviosa. Esta es su gran oportunidad. Es su primera vez en el horario estelar y sólo se lo dieron porque la presentadora regular pidió permiso de emergencia. Piensa en las tantas campañas de adopción de mascotas y ferias agrícolas que tuvo que cubrir en televisoras regionales. Sabe que ya no hay vuelta atrás. 

Un productor le hace unas señas desde la mesa de catering preguntando si desea algo. Ella le hace ademanes para informarle que está bien.

Ve los monitores al lado de la cámara.

Una pantalla tiene una insoportable publicidad de impresoras que trasmiten cada vez que salen del aire y la otra muestra el opening que los del departamento audiovisual hicieron. Cuando ellos se involucran, significa que la noticia va para largo. Casi siempre son un collage de gente corriendo, resaltando alguno que otro herido y de policías antimotines, en grupo, dando la apariencia de utilidad, rostros de alguno que otro dirigente y un título genérico pero pegajoso como “Crisis Aquí” o “Situación Allá”.

Ésta no es la excepción, pero le llama la atención la bandera del país. Está en el punto medio entre encanto exótico y kitsch estrambótico. A diferencia de la bandera de su país, con sus colores calmos, su larga tradición y su perfecta geometría, los colores le parecen chocantes y el diseño, improvisado. Sin embargo, no puede negar que irradia cierta pasión.

El clip de video está en una repetición interminable así que logra detallarla mejor. Mira, en las batallas campales en plena calle, como la gente abraza la bandera ante las golpizas, la carga entre las bombas lacrimógenas y la lleva en alto ante cualquier situación, derramándola a veces de sangre. Le impresiona como un trapo puede ser algo vivo.

En el otro monitor transmiten ahora el comercial de una firma bancaria. Muestra edificios de oficinas que portan la bandera de su país en grandes y grises ciudades alrededor del mundo. Nunca había pensado como su bandera, tan famosa y reconocible, se había convertido en algo muerto y estéril. Era tan prostituida por politiqueros y extremistas, machistas y odiosos fanáticos deportivos que la diferencia entre banderas y logos era nula.

Se sacude la cabeza.

Toma aire. Piensa en la gente de ese país. Nunca había dedicado más de medio minuto de reflexión a ellos. Quiere sentirse orgullosa y tratar con respeto a la gente de ese país en conflicto, aunque no esté segura de los pormenores. Se moja los labios y lo intenta una vez más.

–Hoy siguen los disturbios y manifestaciones en la República de…

El jefe de piso se le acerca con un papel en la mano. Un adolescente trastornado ha matado a treinta niños en una guardería y cubrirán eso en lugar de las manifestaciones. Se siente un poco más relajada ahora y pide un bagel con queso crema.

Piensa en todas las cosas que tiene que hacer después del trabajo. Se siente culpable. Prometió a su hija que la ayudaría con su vestuario para la obra de la escuela y todavía no han comprado los materiales. Se pregunta si se darían cuenta si comprara un disfraz en vez de hacerlo. Considera brevemente llamar a su exesposo, pero como discutieron la última vez que hablaron, no le parece sensato.

–Pepe pecas pica papas con un pico…

Ve que ya los muchachos de audiovisual hicieron un opening para la masacre. Como ocurrió en uno de esos países donde nunca pasa nada, aprovecharon para meter aquí también la bandera. Tiene un diseño y color totalmente diferentes, pero iguales de raros que la del otro país. Ella suspira. Otro problema, otra noticia, otra bandera.

 

El Escudo

Es un fantasma en una urbe de fantasmas. Una metrópolis gigantesca en uno de los ejes del globo terráqueo. No poseía minorías ya que todos parecían venir de alguna otra parte. Por cada uno que usó un poco de su tierra para sembrar la esperanza de un nuevo mundo hubo tres que la guardaron cerca de su corazón y miraron, con tristeza, hacia atrás. Todos, de igual manera, eran espectros.

Pero algunos espectros se desvanecían por estar cargados de dudas.

Los fines de semana suele llamar a su familia, pero a veces está muy ocupado trabajando y se le olvida. Casi siempre hablan de lo mismo, pero cuando lo hace surge inevitable un sentimiento fatal de extrañeza. No sabe si es él o el país quien se convierte en ajeno, pero sospecha que ambos toman vías diferentes hasta volverse desconocidos. A veces recuerda calles que ya no existen, negocios que hace mucho han quebrado, personas que han muerto o, peor, son ahora completos extraños y entonces mira al vacío y se pregunta cómo encaja en el mundo.

Iba al consulado y se le iba el amor patrio. Funcionarios que tragan moscas y cuentan las horas y que le miran a uno con cara de no entender nada pero son los primeros en despabilarse cuando aparece, muy de vez en cuando, un diplomático muerto de risa en perpetuas vacaciones rodeo siempre de asistentes uniformados que miran a cualquiera con mala cara.

Es una vejación, así de simple. Por el simple hecho de no estar ni aquí ni allá y su desilusión de todos y de todo.

Puede pasar días sin pensar en ello, meses incluso. Hace lo que los ciudadanos hacen: celebra las victorias deportivas, se salta el torniquete del metro, ignora a los indigentes, compra en los sitios baratos que sólo los que viven aquí conocen. Duerme, come, trabaja, vive sin pensar en ello. Pero entonces, repentinamente, algo se destapa dentro de sí y desborda la pura nostalgia.

Cuando eso pasa, cuando mira hacia atrás, va al mismo restaurante a oír canciones en su lengua y acento materno que le parecieron cursis de joven, come con anhelo los platillos que en casa le fastidiaban y le pregunta a gente que medio conoce de vista de donde eran y que hacían allá, si recordaban esto y habían visto lo otro y si conocían a la familia de fulano de tal o si piensan que el gobierno se ha debilitado. No le importan sus respuestas, siempre que las digan un paisano.

Cuando oyó lo que pasó, algo dentro despertó. Sentimientos que quemaban y que se enterraban cada vez más profundo. Fantasías de obsceno revanchismo pasearon por su mente y quisieron incrustarse en su alma. En su lugar, aceptó gota por gota que se derramaran en lágrimas. Lo que pasó sólo empeoró todo para su familia, para su gente, para su recuerdo.

Va al restaurante, escucha y nada siente. Come y nada siente. Habla y nada siente. Bebe lágrimas y se ahoga en su amargura y allí, con su alma entumecida, confunde el vacío con dicha, como bien aprendieron sus ancestros. Sale, con la luna y los faroles como testigos, a la urbe del millón de calles rectas y negras, armado de glorioso y bestial coraje que emprendieron sinfines de idiotas cruzadas.

Y lo ve, guiñándole con su bronceado brillo, bajo la bandera que todavía consideraba suya. Le mete un puñetazo al escudo de metal y, entre sus manos, siente más catarsis que dolor. Pega, grita, llora, insulta y agrede, alivia su impotencia en una mala burla de un ritual salvaje. ¡Ellos! que se protegen con sus legiones de burócratas indiferentes y militares interesados, mientras que él se siente tan desnudo en este mundo.

En una de tantos golpes, el blasón nacional se desprende y retumba en la calle vacía. Voces rabiosas salen del consulado. A la primera señal de peligro, entiende de golpe su propia estupidez y corre con el escudo entre brazos. Oye como le persiguen y gritan y llaman a la policía pero no le importa. Ya se siente lejos y sigue corriendo.

No le importa a donde va, siempre que no se pare ahora. Cierra los ojos y recuerda calles que no existen llenas de negocios que hace mucho que quebraron y otros donde asiste gente que ahora no conoce. No le importa. Sigue corriendo. Navega entre las sombras y calles. No le importa. Tiene el escudo, frío pero protector, apretado junto a su pecho y mientras lo tenga nada importa.

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