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Siguiendo un rastro de sangre

Caracas es un rastro de sangre en esta mañana algo fría; es un dolor sordo que me araña el vientre con garras afiladas mientras camino por el bulevar y descubro, aterrada, las huellas viscosas, color vino tinto que dibujan una estela de horror hasta las escaleras del Metro. Una náusea ligera me revuelve el estómago y sube, lenta, hasta mi garganta apretada…

Miro de reojo a mi alrededor, con ese miedo sutil e insidioso que ya es un vestido, una capa molesta adherida a la piel, y me pregunto que habrá pasado… ¿Una pelea callejera? ¿Una riña de borrachos trasnochados? ¿Un atraco? ¿De dónde ha brotado esa sangre pastosa untada en el piso? ¿Qué carne palpitante se desgarra y deshace, ahora, entre gritos ahogados y punzadas crueles?

Estoy sola en la calle aún somnolienta, con las manos heladas y un susto en las piernas. Mi mirada se cruza con la de un vendedor ambulante de café. Está parado al lado de su destartalada madera con viejos termos oxidados y cigarrillos sueltos, en toda la entrada de la estación. En un instante apenas, nuestros ojos se buscan y nuestras almas se abrazan, en un diálogo mudo de terror reprimido y preguntas ahogadas.

Es una percepción, la mía, de dolorosa, incolmable ausencia que, de pronto, me embiste y devasta, me remueve la rabia y multiplica el vacío.

“Ognuno sta solo sul cuor della terra…”

Bajo al subterráneo y el rastro sigue, un tanto desteñido… No quiero ver, no quiero pensar, no quiero saber. Las luces artificiales brindan al ambiente un aire espectral; los altoparlantes escupen música navideña y en los andenes, todavía un poco solitarios, se difunden las notas alegres de unas gaitas eternas. Tanta alharaca me suena irreverente y ofensiva. En algún lugar de Caracas una herida sigue sangrando, igual que mi corazón lacerado.

Llega mi tren y entro, mareada, en mi ritual infinito de miles de mañanas idénticas. El vagón está repleto, como siempre a esta hora, y no hay espacios privados; las pieles se tocan, se rozan, se huelen, en una forzosa intimidad obligada. Levanto la mirada y me ahogo en un río caudaloso de ojos cansados, opacos, de párpados hinchados, rendidos a la gravedad, de arrugas marcadas por noches pesadas y despertares precoces. Son muchos los cuerpos agotados, estragados por la fatiga, resignados, sacudidos por el tren y doblados bajo la tiranía de un sueño pegostoso, todavía no del todo vencido, y la perspectiva del enésimo día de esfuerzos inútiles y vanas esperanzas, injusto como el anterior y como el que vendrá…

La pobreza, la marginalidad –inclusive el hambre– están allí, me rodean, descaradas y concretas, y me duele percibirlas tan tremendamente cercanas.

Descubro en esta desafortunada humanidad el verdadero sentido de la expresión “tu prójimo”. Estos hombres y estas mujeres son de verdad “mi prójimo”, maltratado y sufrido; están cerca de mí físicamente, en la confusión aplastante de la hora pico, en el calor de los cuerpos y de los alientos húmedos, en mi temeroso perderme en esas miradas ausentes, movidas apenas por un levísimo ademán de curiosidad en el reconocerme, tal vez, diferente… pero están cerca de mí también espiritualmente. Me ata a ellos un imperceptible, invisible hilo, que no es sólo el de nuestra común condición humana, sino también una auténtica, conmovida, conexión interior con su silenciosa aceptación de destinos irreversibles y a menudo crueles…

Aprendí con los años que este pueblo tiene hacia el dolor una disposición muy distinta a la mía. El sufrimiento es para ellos un inevitable y fiel compañero de camino; una presencia ineludible y familiar, tal vez desagradable, pero nunca enemiga. No le huyen al dolor, no se rebelan a éste como si se tratara de una inmerecida injusticia, sino que lo aceptan con instintiva sabiduría (que no es, tampoco, resignación pasiva…) y con espíritu sereno, como un aspecto más del fluir natural de la existencia.

Los miro y no puedo dejar de interrogarme acerca de sus vidas… Me pregunto de que barrios vienen; cuantos interminables peldaños de laberínticas escaleras enroscadas en las cimas de un cerro hayan tenido que bajar, en la oscuridad de la madrugada, antes de llegar a la estación más cercana; qué cosa y si han desayunado; hacia donde van; qué trabajo hacen o si andan buscando uno; qué llevan en sus abultados morrales, descosidos y polvorientos… Me pregunto qué los hace o los haría felices; cuáles son sus sueños, si los tienen; de qué hablarán con sus hijos…

Me pregunto si en sus días siempre iguales, repetidos como fastidiosos estribillos, quepa un pensamiento, la luz de un recuerdo alegre o, también, triste o si, en cambio, la lucha feroz por sobrevivir absorba todas sus energías y haga de sus mentes, un escuálido plato vacío…

Me pregunto, sobretodo, si las disparidades y las discriminaciones algún día terminarán o si tiene razón el Gabo, cuando dice con su sardónica ironía que “los pobres siempre serán pobres y el día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo”… Me bajo del tren, algo desconsolada. Una vez más no tengo respuesta.

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