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Sigue el camino de las flechas amarillas

Hace algunos meses hablaba por Skype con una amiga, estuvimos alrededor de una hora contándonos todas las novedades de nuestras vidas y como quien dice “arreglando el mundo”. Pasado un rato de charla me dijo que tenía que irse, por aquel entonces ella estaba en plena mudanza a su nuevo piso y le tocaba ir a Ikea a comprar algunas cosas para su nuevo hogar. Yo, que me he mudado, no solo de país sino de vivienda tantas veces que he perdido la cuenta, al escuchar el nombre de aquella tienda en la que Chandler Bing compraba sus ya-ya’s sonreí y dije “el viaje a Ikea en plena mudanza no te lo quita nadie”. Un mes después de este evento y casi siete de mi última mudanza (la mudanza de la emancipación, dura pero satisfactoria) me topé, para mi sorpresa, con la necesidad de hacer una nueva visita al almacén sueco de productos del hogar. Teníamos la imperiosa necesidad de comprar cortinas y toda la parafernalia para colgarlas.

Lo cierto es que en mi cabeza tenía la idea de que me encantaba ir a aquel lugar en el que das vueltas y vueltas durante horas siguiendo las flechas amarillas en el suelo que indican el camino a seguir. Camino en el que vas pasando por toda clase de decorados de viviendas de todos los colores y estilos, y para todos los gustos. Viviendas en las que entras (en todas, te gusten o no) porque siempre hay algún detalle u objeto que llama tu atención. Tras pasar por todos esos maravillosos decorados, exactamente iguales a los de las fotos del catálogo de mil páginas que te llega a casa sin pedirlo al inicio de cada temporada y que ves pensando en lo bien que quedaría tal cosa en tu salón y tal otra en tu dormitorio, llegas al punto en el que llenas tu carrito con todo aquello que te ha gustado y que has ido apuntando con esos lapicillos de madera -tamaño habitante del mundo de Oz- a lo largo del camino de las flechas amarillas. Todo este increíble recorrido acaba, después de haber pagado todas las cosas que llevas en el (o los) carrito(s),  con una tienda de productos alimenticios –también marca Ikea- con los que llenarías otro carrito. Hasta aquí la idea que tenía en mi cabeza.

Él y yo emprendimos nuestra aventura hacia el maravilloso mundo de Ikea un sábado por la tarde, porque nuestros horarios nos impedían hacerlo en otro momento. ¡Un sábado por la tarde! ¿A quién en su sano juicio se le ocurre meterse en aquel lugar un sábado por la tarde? En aquel momento no pensé en esto, ya que fue a nosotros a quienes se les ocurrió tal magnífica idea para disfrutar de una tarde de sábado. Además no entramos una, sino dos veces en la misma tarde.  La primera para mirar (modelos, precios y demás), salir a comparar con los demás grandes almacenes de la zona comercial y la segunda para comprar.

Tengo que reconocer que aquello está muy bien planteado. Para ellos, claro. La realidad es completamente distinta a la imagen que tenía de aquel lugar. Aquello es peor que un parque de atracciones. Todas las familias de Madrid, al completo (padres, hijos, abuelos e incluso tíos y primos), deciden reunirse los sábados por la tarde en Ikea. Algunos hasta pasan el día y disfrutan de unas albóndigas suecas para recargar las baterías y poder seguir el camino.

La realidad es la siguiente. En el maravilloso mundo de Ikea existen dos opciones. La primera es seguir las malditas flechas amarillas. En esta opción compartes camino con todas aquellas familias al completo que van tan despacio que podrían estar parados y que, al ser tantos y el pasillo bastante estrecho, las posibilidades de adelantarles son  mínimas. Así que, ahí vas, con la marea, a menos de un 1Km por hora y cuando algo llama tu atención te desvías hacia uno de esos decorados de catálogo para encontrarte con la sorpresa de que tiene una etiqueta que dice algo así como “artículo de muestra”. Así que vuelves cabizbajo al camino. Por fin, después de mucho tiempo, llegas al lugar donde están los cientos y cientos de copias de cada uno de los artículos que están a la venta. Aquí es donde está la segunda opción, la que elegimos él y yo aquél sábado por la tarde. Consiste en tomar el atajo de las escaleras y saltarse todo el muestrario de viviendas. Opción que no recomiendo porque tarde o temprano habrá algo que necesites y que casualmente sea el único artículo no “de muestra” que esté situado en alguno de los decorados.

La zona de los cientos de copias por artículo es también el lugar en el que todo el mundo coge sus carritos para llenarlos de aquellos objetos. Ocurre un extraño fenómeno en algunos cerebros de algunos individuos por el que les parece una magnífica idea dejar que un niño de siete años lleve un carrito en un sitio lleno de gente. Esto quiere decir que todos los demás debemos activar una alerta para evitar que ellos (los carritos con los niños) se estrellen contra tus piernas después de coger carrerilla y subirse a la parte de atrás del carro para disfrutar del movimiento generado por la inercia. Y durante toda esta travesía no te encuentras ni con el espantapájaros, ni con el león, ni con el hombre de hojalata para hacerte más llevadero el viaje. Aunque, quizás, por un módico precio y con un poco de imaginación puedas hacerlos tu mismo juntando alguna pieza strüng y otra lögskon.

Después de muchas horas en esta aventura llegas al almacén de cajas, donde tienes que buscar piezas para un mismo mueble en el pasillo 5 sección D y en el 42 sección G. Cuando por fin te haces con todas las piezas, cuestión más complicada que llenar un álbum de cromos, logras llegar a las cajas. Pagas y te topas con la tienda de alimentación sueca en la que la mayor parte de las veces terminas comprando algo para darte energías después de las cuatro horas de lento y tedioso paseo. En ningún momento llegas a ver al mago, ni nadie te da unas zapatillas rojo rubí para seguir el camino de las flechas amarillas. Eso si, como Dorothy, vuelves a casa, pero a ponerte a montar muebles cuyas instrucciones no hay quien las entienda, sin un hada madrina que te guie y con la certeza de que tarde o temprano volverás a ese mágico mundo.

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