Gabriel me estaba hablando sobre la vida de Arguedas en los Andes y cómo él sentía que la manera de habitar las montañas o ser habitado por ellas, afloraba en su obra. Caminábamos hacia Donaldson Park, mientras él me contaba lo que estaba escribiendo. Yo le hacía preguntas sobre esa novela de los zorros difícil de seguir y tan desdeñada. Nos opusimos a este rechazo de la novela, pues justo en lo que otros consideran fracaso vimos la posibilidad de la escritura misma, que sigue en movimiento allí donde las categorías fijas patinan. En el libro, una conversación entre un zorro de las montañas y un zorro de la costa emana una energía desconocida y magnética. A una cuadra antes de llegar al parque lo vimos cruzar de un lado al otro de la calle: tenía el pelo de un color que yo no había visto en un animal, entre anaranjado y vinotinto, un color luminoso. Nos atravesó con una mirada amarilla y sin que alcanzáramos a reaccionar se metió en un arbusto. Lo buscamos y no pudimos volverlo a ver. Quedamos revueltos de la emoción de haber visto el zorro rojo y bajamos felices e incrédulos al parque a buscar la orilla del río.
Por esos días vi por primera vez a Sergio Chejfec y pensé que su carácter era como una superficie lisa y tranquila de agua, bajo la cual había mucho movimiento. Llegué al café del Museo Zimmerli en New Brunswick y recuerdo que lo primero que hizo fue ofrecerme una galleta. También estaba allí mi profesora Marcy que me trajo un café. Sospecho que el impulso de hospitalidad era un pacto secreto que cimentaba la complicidad que tenían Sergio y Marcy. Abrir las puertas de la casa para recibir a quien pase. Eso y una mística por los detalles de la vida cotidiana: caminar en las tardes entre parques o calles, mandar paquetes por correo, coleccionar papelitos, cocinar, visitar amigos. A veces se mandaban entre ellos los últimos descubrimientos: revistas y folletos a los que les añadían notas, hilos de colores y recortes de periódicos. Los guardaban en cajas de cereales para que resistieran el viaje de Argentina a Estados Unidos, de Bordentown a Nueva York. Ambos se ocupaban de compartir creencias luminosas como les enseñaron sus antepasados. De maternar textos de otros alimentándolos con más textos o comentarios, y con palabras de ánimo. O tal vez sin saberlo compartían la capacidad de pensar más allá de los márgenes que les marcaron. Atravesarlos como si fuera un juego. Dos viejos niños. Encontrándose para seguir la conversación que tienen hace milenios, igual que los dos zorros de la montaña y de la costa.
De manera oblicua, como se descubre todo lo que importa, pude ver la trayectoria de su presencia de zorro rojo, iluminando bajito. Y no porque lo más importante esté en las profundidades. Está a la vista de todos, y Sergio sabía reconocerlo. Lo señalaba. Lo escribía. Sin intención didáctica. Sin solemnidad ni soberbia. Solo para hacer juegos. Para diluir la verdad y mostrar su indefinición. Su escritura tiene muchas veces el ritmo de una conversación o una caminata. Delata un observador atento. Me intriga lo cotidiano de su escritura y cómo hizo para escribir sus más de veinte libros. En especial sus textos experimentales que dialogan con las obras de otros como Mirtha Dermisache, Tim Youd, Rafaela Baroni o Edgar Bayley. Pareciera que escribir para él fuera como caminar, cocinar, lavar, o barrer. Un oficio de todos los días. Escribir en el sentido más cotidiano y generoso de la palabra. Lo que más admiro de él es la capacidad de reflexionar sobre la escritura misma. De apropiarse de los textos de otros y jugar con la extrañeza de la reescritura. De liberar el movimiento del texto de las convenciones de los géneros, de la propiedad privada del autor o de las ideas, y dejar que la energía del texto marque el ritmo de nuevas formas. Ensayar el relato como material plástico, como golpe de vista, o como energía inasible, teniendo el cuidado de no agotar ni resolver el misterio sino hacer que irradie en nuevas direcciones.
Sergio dictó un taller sobre animales en la literatura que yo tomé primero de manera presencial y luego virtual por la pandemia. Cuando se acabó el semestre nos seguimos enviando textos en los que hacían eco las conversaciones que habíamos tenido. Antes de esto nuestra comunicación había sido un poco atropellada. En especial esa vez del café. Yo iba a hacerle una entrevista, pero cuando íbamos a empezar, nos echaron del café. Fuimos a una sala de estudiantes de camino a donde él iba a dictar una charla. Le hice una entrevista llena de preguntas-flecha diseccionadoras y arandelas conceptuales más aptas para una exégesis que para una conversación. Había mucho ruido, la conversación se enredaba, yo preguntaba titubeando y él respondía hablando muy bajito. El resultado de esa y otras veces fueron unos diálogos delirantes. Pero como en “Más que cualquier otra voz”, “estos inconvenientes provocaban confusión pero nunca desaliento, solíamos tomar esos problemas a broma. El diálogo avanzaba por caminos alternativos, y en cada caso el desvío imprevisto ocupaba muy pronto el lugar de la lógica recta. Esto era así porque nuestra amistad descansaba en una inconfesada pero compartida ironía.” Luego del taller continuamos el juego de la conversación a partir de correos inesperados y espaciados en el tiempo.
Sobre todo hablábamos de las sensaciones que nos producían los espacios de los suburbios de New Jersey. De las sucesiones de carreteras grises y el río Raritan. Le dije que su texto sobre el Donaldson Park, que queda a un par de cuadras de mi casa, era un amuleto. Meses después se inundó el parque y le mandé unas fotos. Me respondió que el agua amarronada hacía el parque insólitamente bello. En la biblioteca pública encontré estampas e imágenes de New Brunswick y Highland Park en el siglo XVIII. Me pidió más imágenes de las coloreadas y luego comentó sobre el devenir veneciano de New Brunswick a propósito de un señor metido en el agua con vestido de paño y sombrero, al lado de unas barcas de madera sobre las aguas que cubrían las calles de la ciudad inundada. Otro día me envió un texto-regalo sobre un balneario bello y misterioso en la costa de New Jersey:
Resulta que mañana voy a Asbury Park y de pronto recordé que no había respondido tu bello mensaje de hace tanto. En efecto, Asbury Park es completamente aurático, muchos tipos de auras. Cuando estuve por primera vez allí, hace como quince años, la ciudad estaba hundida en su enésima quiebra. Ese salón de convenciones y teatro que está junto al agua estaba bastante vandalizado. Y frente al mar, cruzando la calle costera, había esqueletos de altos edificios sin terminar, en pleitos legales desde hacía años. Todo parecía abandonado o destruido, e impactaba por ser una ruina con vida muy agónica. Después la onda de Bruce S, claro, y las motocicletas. Cada año nos gusta ir en invierno para andar por esa playa y por el centro, también tan vetusto y calmo.
Apenas empezó la pandemia nos dijo en el taller: ya que se va a acabar el mundo, aprovechen para escribir como nunca han escrito. Hagan todos los experimentos posibles. Tomen todos los riesgos. En la misma línea de mensajes sobre ruinas y apocalipsis, tal vez exacerbados por la pandemia, me respondió una vez un mensaje desde Buenos Aires, deseándome buen viaje a Chicago y diciéndome que aprovechara para conocer lo que más pudiera ya que como era evidente estábamos llegando al fin del mundo. El mensaje se me quedó grabado tal vez por la emoción del regreso a Argentina en las palabras de Sergio. Como ves, estoy en una veta optimista, decía. Desde ahí me lo imagino redescubriendo Buenos Aires, caminando por las calles, y los parques, sentado en los cafés, visitando amigos. Alumbrando bajito como el zorro rojo, apareciendo y desapareciendo en la ciudad, alegrando a quien se lo encuentre con guiños cariñosos y secretamente subversivos.
Photo by: Alaska Region U.S. Fish & Wildlife Service ©