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paola maita
Photo by: Rosmarie Voegtli ©

Sentimientos familiares (II)

Hasta hace poco, no pensé que sería capaz de reconciliarme con la idea de ser familia de alguien. Percibía los vínculos familiares sólo como el resultado de una lotería cósmica en la que te asignaban un grupo donde te tocaba nacer y tener las primeras experiencias sociales.

Aún creyendo que mis sentimientos sobre ser familia de alguien serían inmutables en el tiempo, me casé con S. En los primeros meses de casados, no sentí un cambio significativo en nuestra relación como para comenzar a pensar en cómo nuestro vínculo se había modificado. Evidentemente, era consciente que a nivel legal y social el cambio era innegable. Sin embargo, a nivel emocional no estaba ni cerca de reconocerlo.

No tuve la oportunidad de hacer el ejercicio inmediatamente porque a los 5 meses de estar casados, S. se fue del país. Pasarían 6 meses de incertidumbre antes de reencontrarnos en otro continente. Después de la emoción inicial de vernos pasados tantos meses, nos tocó reconocernos como pareja. ¿Quiénes éramos ahora y cómo nos relacionábamos? ¿En algún momento las cosas habían cambiado realmente entre nosotros o sólo habíamos firmado un papel?

Al principio, como todos los migrantes, nos concentramos en sobrevivir. Buscar trabajo y asegurarnos de tener los medios para mantenernos en este país a largo plazo eran las cosas que ocupaban todo nuestro espacio mental y conversaciones de pareja.

Ir tachando cosas de la lista de supervivencia del migrante, si es que existe algo así, se me hacía parecido a ir desempacando cajas después de una mudanza. Comenzamos por sacar las cosas esenciales que necesitábamos y poco a poco fuimos llegando a las cajas del fondo, las más pesadas, las que no estaban llenas de las cosas cotidianas.

La caja que contenía la duda sobre cómo entendía mi vínculo familiar con S. la abrí a mediados del 2020, en pleno confinamiento. Cuando ya no hubo otras cajas ni certezas de la vida normal que habíamos construido, y que el mundo se redujo a las paredes de nuestro hogar, ya no tenía otro lugar a donde huir sobre mis dudas. Me obligué a ver mis dudas a la cara e intentar darles una respuesta. ¿Nos habíamos convertido en familia en algún momento o seguíamos siendo ¿los mismos?

S. es alguien en quien tuve que aprender a confiar con el tiempo, que tuvo que ir lentamente derribando barreras y caminando sobre las heridas emocionales que fueron causadas por otros, pero cuyas consecuencias le tocaron a él. Él llegó a mi vida sin asumir que tenía nada por derecho y fue aprendiendo cómo construir una relación desde allí.

La persona que tenía al lado no era mi familia solo porque nos habíamos casado, migrado juntos y decidido unir lo poco que teníamos. Esta es la teoría de lo que nos hace familia. La verdad es que lo que me une a S. como familia es la posibilidad de poder confinarnos juntos sin matarnos, de ser sinceros con el otro, de mostrarnos en nuestros mejores y peores momentos, de cuidarnos mutuamente.

Tenemos todo el resto del entramado legal y social que nos une, pero por encima de todo, nada ni nadie me obligó a unirme a él. No somos producto de una lotería cósmica que me asignó a una casa u otra. Al igual que mis amigos-familia, él ha sido una elección consciente, y es eso lo que nos une. Con esto, logré que una parte de mí se reconciliase con lugares y conceptos más tradicionales de la familia.

Quizás he dado una vuelta filosófica más larga que la mayoría de las personas para comprender el vínculo familiar con mi propio esposo, pero luego de 10 años, encontré mi explicación para los nosotros-familia que quiero que tengamos juntos.


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