Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
fedory santaella

Seis poemas de El barco invisible

El barco invisible,
Oscar Todtmann editores,
Caracas, 2020

Fedosy Santaella
Fedosy Santaella

La silla Acapulco

El mundo dejó de ser, tanto como dejó de ser la silla Acapulco.
El auge —de la silla— fue por los años cincuenta.
Los Kennedy, Liz Taylor, Elvis Presley,
Johnny Weissmüller, John Wayne
relucían en ella sobre terrazas de lujo frente al Pacífico.
Piñas coladas, cielos despejados y sol. Siempre el sol,
la vida como unas grandiosas vacaciones.
Esos nos dijeron. En eso creímos.
Todo lucía mejor cuando teníamos una silla Acapulco.
El futuro era un lugar hacia adelante,
hoy no sabemos qué pensar.
Quizás tan sólo queremos que el futuro
se parezca al presente anterior al Gran Encierro.
Que el futuro no sea futuro. Quién sabe
si sea preferible volver un poco atrás.
Vivir de nuevo y para siempre
en el vintage de la silla Acapulco.
Pero el mundo dejó de ser, eso parece.
No sabemos si por un segundo o para siempre.
Y ya añoramos lo que tanto odiábamos.
La silla Acapulco, como toda cosa
que lentamente nos destruye con su amor interminable,
tan sólo se hizo a un lado y se dejó llevar
por la suave deriva de aquella terraza de hotel
donde alguna vez John Wayne anduvo sin polainas.
El mundo estaba mejor cuando no había confusión en los relatos.
No lo digo yo, lo dijo Tarantino en su última película.
Brad Pitt lo apoyó y para demostrarlo
le dio su merecido a unos cuantos.
Pero ahora al gran Brad no le queda otra
que fumarse un porro en el sofá de su mansión.
Él sólo sabe de zombis y de hippies
y lo tiene paralizado la imposibilidad
de entender por qué no podemos decir
que el virus chino es chino.
(Por cierto, Jared Leto, que se cuida
de calificar de chino al virus chino,
descendió en blanca batola de una luminosa montaña
y anduvo sobre la arena de una isla en Croacia
y atravesó el mar [en yate, no a pie sobre las aguas]
hasta que, finalmente, allá en Los Ángeles o en Nueva York
se encontró con que el hombre
tal cual lo conocíamos había desaparecido.
Lástima, no pudo ser el profeta del caos
ni el santo sexy de las multitudes.
Al final, da lo mismo, y él lo sabe,
porque cuando la humanidad vuelva
a ponerse el capirote de costumbre,
Leto podrá seguir con sus planes
de estafar a mil desesperados.)
Pero es que 1) En aquellos tiempos de la silla Acapulco
la verdad estaba en las canciones de Johnny Cash,
—gloria en el cielo y en el infierno a nuestro santo,
2) Tan sólo el tiempo y el espacio
se curvaban en la palabra relativo
y 3) Los platillos voladores eran secreto de Estado.
¿Qué quieren ahora, que nos sentemos
a mirar el cielo y que con frívola dejadez digamos,
Ah sí, ya sabemos que los OVNIS existen,
lo ha dicho oficialmente el Pentágono?
Si a ver vamos, Christina Hendricks
no es de este planeta,
y cada foto suya nos deja
fulminados por lo imposible.
Todo extraterrestre es terrible,
diría Rilke.
(Nota bene:
En alguna parte del Gran Encierro,
una pareja hace tríos con Christina.
La pelirroja, mientras tanto, se aburre
en su casa. Si tan sólo supiera.)
Christina Hendricks estaría muy bien, eso sí,
caminando hacia mí en tacones,
taller rojo y ajustado, llevándome un Martini,
—porque le da su muy femenina gana de llevármelo—,
sonriente yo, fumando en mi silla Acapulco.
Sentada en mis piernas, finalmente me diría:
Los jardines crecen, y los poemas de amor
que hablan del cuerpo y de besos
son dientes de león que se pierden en el aire
y germinan en jardines
que crecen como poemas de amor
que hablan del cuerpo y de besos
que son dientes de león que se pierden en el aire
hasta allá donde los mapas señalan dragones
que no son más que poemas de amor
que no hablan de cuerpos ni de besos
sino sobre dientes de león
que se pierden en el aire,
que germinan en jardines
que crecen como poemas sobre el Gran Encierro
y que todos miramos desde las ventanas.
Así va la condición humana, así, dentro
de la cabeza de Magritte: una pintura
y una ventana y una pipa que no es pipa
contra el fondo de un mundo que ya no es mundo.
Que dejó de ser, tanto como la silla Acapulco.
Todavía quedan algunas, no se crea.
Las he visto sobre el barro frente a las puertas
de las casas de los pueblos de playa.
Ebrios brutales y descamisados se sientan
en ellas sin saber lo que significan.
Nada más queda imaginarla en la quieta luz de la tarde.
Sola y perfecta en el reposo de una sala incólume.
La luz diciendo, Busca la luz,
en suave diálogo con la sala,
un cuadro de Hopper
y la silla Acapulco.

 

Plan conspirador número 49

Su plan era matarse en un día y una hora precisos.
Volver, andar medio muerto y escribir un libro.
Porque todos los que escriben
están un poco o bastante muertos.
Tenía grandes planes el chico que granizaba.
Pasar sus días en una piscina, ése era otro.
Con escafandra, bajo el agua, rodeado de tiburones.
También le gustaba Isla del Carmen,
pero ya había demasiado sargazo
cuando llegó con su traje y sus tubos respiradores.
Matar a alguien, de preferencia un tirano.
Matar a alguien, sí, y ser otro para siempre.
Llorar viendo películas viejas,
de Orson Welles o Roger Corman.
Leer en la cama una novela apocalíptica
con la noche en la ventana.
Los búhos, los grillos.

El chico que granizaba fumaba bajo los postes de su calle,
se hacía aquellos planes y luego se quedaba en blanco,
con sus vecinos más allá de los jardines
celebrando graduaciones, bautizos o los goles de su equipo.
Terminaba el cigarrillo, volvía a su sillón
en la oscuridad de la sala
y hacía granizar sobre el mundo.

 

La política de la acnestis

Este círculo virtuoso, amoroso, de la incapacidad.
Esta garra limada de cazador,
domesticada en rasguño necesario, casi caricia.
Este ver lo que no podemos ver,
este tocar lo que no podemos tocar.
Este mi alcanzar de ti, este tu alcanzar de mí.
Este saciarnos como bestias de aguas lejanas.
Este matar de hormigas antediluvianas.
Este gesto que nos retrocede al origen.
Porque sí, hemos logrado mucho con la silla o la pared
(sobre todo si aventaja en lo rugoso),
y es posible, claro que es posible,
pero viéndolo bien, siempre nos sentimos

tan ridículos y, sobre todo,
tan solos.

 

Fuego camina conmigo

No todos los días se incendian los bosques.
No todos los días corres hacia las llamas,
los árboles se derrumban
y encuentras un sentido.
Vas dejando atrás, te estás yendo.
Tus ojos se queman, pero es como agua.
Como agua aquel fuego.
No todos los días
un bosque se prende en llamas,
como el amor, como el deseo.
Como estar vivo.

 

Hombre que de pronto desaparece
cruzando el jardín de su casa

Somos la tripulación del barco invisible.
En ocasiones, los sargazos reclaman su deriva,
y entonces la nave, en la calma chicha y la súbita niebla,
deja entrever sus oscuras bodegas,
ese horror de esquinas con cabos roídos
y aparejos gastados en el salitre.
Pero también, alguna mañana, antes de la faena,
o una que otra tarde, cuando todo culmina,
se abre para nosotros un resquicio amable:
la luz en cubierta, la brisa en los velámenes.
Somos la tripulación infinita del holandés errante,
barco de la muerte, tramp-steamer que lleva
de contrabando piedras de la locura
y sangre de las derrotas por venir.
Su bitácora está escrita en una lengua olvidada.
Nadie a bordo nos llama por nuestros nombres.
Nadie nos espera en las costas.
Los gavieros fueron lanzados
a los monstruos marinos.

 

La razón moral

Esta es la vida que tenemos
en la vida de los otros.
De bestia abominable
sobre campos de brasas ardientes,
de nombre como herejía,
fuego del aire, perenne.
De estúpido que no se entera
cuando ya todos se han enterado.
Somos más verdaderos
que nosotros mismos
en la vida que tenemos
en la vida de los otros.
Sin derecho a réplica
se nos condena o se nos salva,
se nos odia o se nos ama,
por poco o por nada, gratuitamente
en otras camas,
en otras cafeterías,
en otros jardines.
Así nosotros sin nosotros,
nacidos de nuevo a imagen y semejanza
de tanto ellos hacernos suyos,
de tanto vivir más en su vida
que en la nuestra,
allá, de espaldas a los espejos,
deseo inconcluso,
casualidad extraviada,
sordera, ceguera, nosotros,
nuestra vida en la vida de los otros

(y uno ni se entera).

Hey you,
¿nos brindas un café?