Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Gavina Falchi

Se acabaron las fiestas, al fin

CARACAS: He vuelto a la rutina, dejando a mis espaldas estas celebraciones algo melancólicas, al menos para mi y, sobretodo aquí en el trópico, un tanto fuera de lugar. La atmósfera no me parece la más adecuada, definitivamente; falta el frío del aire, la tibieza acogedora de los espacios cerrados, el olor y el embrujo de una hoguera prendida. Encuentro algo casi irritante, aunque fantástico, en este cielo eternamente azul, en este clima uniforme, en la ausencia terca de las estaciones que no quieren alternarse y fluyen en un ciclo constante, marcado a duras penas por algún esporádico temporal.

El cotidiano tiene el sabor de la costumbre, siempre algo banal y llana y por eso, al mismo tiempo, reconfortante. La ciudad está aún medio somnolienta por la inactividad forzada; no se ha despertado del todo y así esta mañana, en la soledad improbable de las calles vacías y en el silencio excepcional, casi impalpable, de los espacios urbanos he visto aflorar una olvidada dimensión humana. Ha sido una sensación rara, algo desconcertante y también efímera… pues ya sé que, pronto, demasiado pronto, todo volverá a ser como siempre, anónimo, alienante y frenético. Sin embargo, lo confieso, no puedo imaginarme siquiera viviendo en otra parte distinta a este delirante Macondo.

Lo sé. «Mi» visión del país es muy personal. Y no es que no vea la fealdad, por Dios! La veo y la padezco, como todos. Pero la belleza enceguecedora de la luz y el encanto de la naturaleza que nos rodea (sí, aquí también en plena ciudad…) logran ofuscar, aunque sea por instantes, toda la devastación que también nos agobia y eso ha podido más que lo otro. No sé como ni porque, pero he logrado, milagrosamente, guardar en mi corazón esa percepción intacta y pulcra de la belleza y el país que vive dentro de mí, y a lo mejor no existe realmente, es el que amo por encima de todo. Me pasa, con Caracas, lo mismo que a Vargas Llosa con la Piura de su infancia, aquélla que él dice amar como a una persona, como a la vida misma, con pasión profunda, irracional e inmotivada como toda pasión, y me considero afortunada porque un día esa pasión a mi también me ha estallado en el pecho, y todavía vive y arde.

¿Adivinan cual ha sido el más bello regalo de Navidad que he recibido este año? No se esfuercen, pues ya se lo voy a decir. El más bello regalo me ha llegado justo el 24 de diciembre, pero no me lo ha traido el Niño Jesus… sino Hidrocapital. ¡Exactamente! Mi más bello regalo de Navidad ha sido el agua, que después de casi tres meses de racionamiento severo ha llegado puntual y regular y me ha devuelto, como por arte de magia, a mi pasado reciente de comodidad y civilización. Había perdido la memoria de lo que podía ser una ducha larga y sabrosa, sin el temor de quedarme enjabonada a mitad del camino; la despreocupación de lavar la ropa en el ciclo más largo de la lavadora, sin la presión de tener que interrumpir y reanudar el lavado de manera intermitente; la llenadera de jarras y peroles y, sobretodo, por dos maravillosas semanas he dejado de escuchar el pito desquiciante de la bomba del tanque auxiliario, (el mío y el de tooodooos los vecinos…) atormentada por ese ruido insoportable que me recuerda todo el tiempo nuestra condición de tercermundistas. Pero la dicha, aunque inmensa, ha durado el espacio breve de las vacaciones. Ha sido una corta “alegría de tísico” porque, al parecer, estamos condenados a tener “de lo bueno poco”. El racionamiento ha vuelto, inexorable como la vuelta al trabajo y a nuestra “aplastante” normalidad.

Año nuevo, problemas viejos, pues.

Y hablando de año nuevo, esta vez no he querido caer en la trampa de la lista de los mismos buenos propósitos y de las tareas irrealizables, pero sí me he prometido unas cuantas cosas: menos dietas y más comidas sabrosas; menos deberes y más tiempo para mí y mis amigas; menos quejas telefónicas y más meriendas compartidas, con buenos postres y cafecitos bien conversados; nada de gimnasios y más caminatas al aire libre; menos incursiones al supermercado y más excursiones a la playa, para oler el mar y mirar el atardecer; menos whatsapp y más buenos libros leídos, sin importar los platos sucios esperando en el fregadero y… ¡más sonrisas a esa señora que me mira todos los días desde el espejo!

Feliz Año


Photo Credits: Dirkus

Hey you,
¿nos brindas un café?