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Azucena Hernandez
Azucena Hernandez - viceversa magazine

Sastre mosca

Selección de cuentos pertenecientes a Ellas cuentan: Antología de Crime Fiction por latinoamericanas en EEUU (Sudaquia 2019)

La boca se abre en una mueca desaforada entre la revoltura de sábanas con pliegos de humedad corpórea que después evitarán las miradas mórbidas. La desazón le carcome los pulmones y el músculo llamado corazón; apenas puede respirar, aunque ya está muerto. Tanto dolor para una sola mañana, tanto de lo mismo de la noche anterior: la pereza de los miembros lánguidos, la inflamación del vientre velludo, un malo muy malo hedor rancio sale de la tina de baño que también es su boca.

Perder el color de la piel que lo vio nacer para terminar en un traje espantoso, cocido por un sastre vengativo, fue cosa de días. Maldita sastre ese que hincha los cuerpos ahogados, amarillos, cerosos. Es la sastre mosca que inocula con su larva el blando tejido, sobre todo durante los días mojados de sudores, fluidos, o lluviecitas ríspidas de temporada.

Toda la semana había estado lloviendo. Se entendía así la rápida putrefacción.

Llevaban su cuerpo en una camilla cubierto con un plástico que dejaba traslucir un espectro borroso, una pierna hinchada y morada. Lo pasearon frente a mi puerta abierta cuando salía, cuando quería salir instintivamente para perderme del acontecimiento matutino de una muerte premeditada desde hacía varios años cuando Billy llegó al hotel para convertirse en una adherencia más de la masa amorfa que constituíamos los inquilinos en ese lugar de mierda en esa ciudad al norte de México.

¿Cómo descubrió su obsolescencia soterrada, y la indiferencia? Fue algo que también se vino a instalar en él como un antiguo pariente conocido de oídas, como esas personas que de repente llegan y tocan la puerta esperando cruzar la frontera pero acaban quedándose por largo tiempo. Se podía ver que su cuarto parecía un basurero construido con la aquiescencia del tiempo amontonado; porque si la basura entra a la casa, ellos como él, permiten que germine ese pequeño infierno consumista y entonces florecen los basurales interiores, los cementerios de chatarra cerebral y los nidos de cucarachas entre las vigas húmedas de la cabeza.

Lo de la pierna ya debía haber tenido su tiempo, por eso aquel desequilibrio insano en sus breves caminatas fatigosas desde que llegó al hotel. Lo veía ir a la tienda lento y bamboleante, volvía con algo de comida y cerveza, y lo escuchaba, del otro lado de la pared, instalarse de nuevo frente al televisor. Paulatinamente fue dejando de sentir: el abandono de una pierna, así su deseo erótico, todo, absolutamente solo el hombre enfermo que por su diabetes mal tratada ya no mantenía erecciones que violaban a muchachas.

Lo único que llevó consigo al cuarto fueron las armas compradas en Estados Unidos que jamás usó para lo que debió haberlas usado. Para matarse. Tiro al blanco, limpiezas regulares, caricias como si una culata fuera la pierna bajo el mantel de la niña que comía el pastel de cumpleaños que él mismo había comprado. Mientras, por las tardes, después del trabajo, se embriagaba en la sala mirándola prolijo jugar a las muñecas. Muerte natural, gangrena de miembros. Sólo un poco aquí y no para siempre. Se llevan a Billy por el corredor cubierto con una funda de plástico blanco: queda la mueca horrorosa y fija.

Una parte de mí piensa aún en esas situaciones como imanes pegados a diferentes partes del cuerpo, cada uno con un campo magnético autónomo creando así un cuerpo desmembrado y ficticio. Y a pesar de estar ensamblado, cada parte va a diferentes lados: el torso y el pecho generalmente sufren de la respiración forzada cuando esta se vuelve de peso, de plomo, de miedo. En el estómago vive una figura hecha de fuego, arde en un centro negro de carbones abrasados. El brazo, el hombro, la pierna son el instinto de la fiera que escapa; otra se ve obligada a dormir los narcóticos. El hemisferio derecho de la cabeza recibe la bala migrañosa que me hunde en un cuarto oscuro.

Era ahí donde no podía ensamblar los retazos y fragmentos de varias cosas que habían pasado en la vida. En las vidas; porque todas de algún modo eran contradictorias, aunque autonómicas. Era, sin embargo, muy fácil que cada una de esas versiones perdiera la perspectiva y testimonios de las otras, para entonces dejarme atrapada en una suerte de niebla transparente como sueño de melancolía del que no se ha despertado por siglos.

El sueño venía de otro lado y siempre sucedía lo mismo. Emma se encontraba de pie y sin ropa frente a la calle del hotel durante el crepúsculo; parecían ser mañanas de domingo por la ausencia de flujo de tráfico y los establecimientos cerrados, o tardes desorientadas en paseos marginales por los terrenos de una escuela cuando ya todos se han ido a sus casas. En esos momentos no conocía la desesperación como lo hacía despierta, sin embargo, algo de esa luz crepuscular y el no llegar a casa transpiraban un vago rastro de angustia como a través del papel pasante de un confuso sueño multidimensional. Después sentía un calosfrío recorriendo el cuerpo para desear enseguida fundirme con la manta ligera que apenas me cubría, cerrar los ojos y caer otra vez invisible y leve. Pero no ocurría así. Mis deseos de huida no la salvaban del exhibicionismo rampante con el que una multitud surgida de la nada la acusaba con miradas inquisitoriales. Hasta que desperté temblando. La Emma del sueño seguía atrapada en un lugar del otro lado como si no hubiera despertado realmente. Tomé agua y me acordé de respirar hondo. No era solo un sueño sino los preámbulos para un estado disociado que de sólo imaginarlo me ponía en peor estado.

Después de varias noches con ese sueño y cierto deterioro por la falta de descanso noté que podría estar enfermándome; además las migrañas habían arreciado imponiéndome un entumecimiento doloroso en el hombro y el brazo derechos, fracturando el curso del trabajo y de los días. Pensar se volvía un paraje de caminos neblinosos donde precisamente la posibilidad del camino había desaparecido. A esto le añadía el estrés acumulado en el brazo derecho que consumía mucha de mi energía diaria. Dormía con los ojos abiertos, sentada frente a la mesa de trabajo mirando a la pantalla de luz que, devolviéndome la mirada, me llenaba de un fulgor claro el rostro inexpresable.

Pasaba así largos ratos, inmóvil, el cuerpo en pausa, las funciones vitales en automático, con un alma entumecida aguantando las fricciones groseras de los otros cuerpos máquinas que me extenuaban. Entonces me desprendía. Lejos, en la neblina, el dolor no era tan fuerte, y podía estar ahí sin caminar hacia ningún lado porque ahí ya no había caminos. Las pastillas para el dolor me elevaban en un trance que si no disfrutaba al menos me sacaban de los estados zigzagueantes de agonía emocional. El cuerpo seguiría al servicio de la máquina que sobre la mesa le iluminaba el rostro como el aura blanquiazul de una santa.

En un sueño, Emma aparecía desnuda sin poder llegar a casa. En el otro, Billy era una decadente divinidad patriarcal que sufría varias metamorfosis. Pero esta vez Billy ya estaba muerto, lo había visto, envuelto en un plástico, sacar por el pasillo del hotel. Deseaba muy hondamente que ese cuerpo apestoso y amarillo fuera su última manifestación.

  Emma conoció a Billy el día del pastel. Después en la universidad como un amigo disfrazado. La obligó a pagar un regalo, y la niña estaba asustada de no tener dinero, de la posibilidad de ir a la cárcel (las niñas rateras se van a la cárcel…). Mientras, sucedía una actualización en otra dimensión de su persona. Recordaba a la misma niña herida, simultáneamente a la muchacha que apenas podía mantenerse en pie y que fue empujada a la cama por dos hombres. Uno de ellos Billy.

Quizá la lluvia que caía en un estado mental terminaría erradicando la neblina del otro, pero era difícil averiguarlo por las diferentes altitudes. Después de la lluvia nocturna los grillos cantaban sus últimas canciones de verano. En realidad, eran hombres metidos en sus apartamentos que cantaban al calor de la estufa. El tren frenaba frenético y luego corría raudo en un vaivén desordenado de oleaje mecánico. Eran las 5:10 am y la cabeza ya dolía menos, aunque la neblina mental persistía. Los niveles de alcohol en la sangre subían para romper con el silencio de ciudad donde lo único que pasa son los estudiantes briagos y alguna mujer que será violada en el cuarto oscuro de un motel esa noche. Sólo camino, pensando, queriendo que sea algo importante, la vida, más allá de este andar de todos como arrastrándonos, ese estarse ahogando en nuestra propia saliva, en los escupitajos mutuos y las conciencias tranquilas de los otros.

Feminicidio etnocidio infanticidio homicidio genocidio ecocidio suicidio, el mundo está lleno de icidios, pensaba mientras aquella Emma observaba el cuerpo desnudo en un espejo después de la ducha que lavó la evidencia. Se dibujaban magulladuras en los brazos y en las piernas, en las caderas. El peso de Billy sobre mi rendido cuerpo.

La noche antropófaga se lo come todo; con el parpadeo de un apagador vuelve al día ficticio porque lo único real es la noche pesada con su manto de asfixia, manto de estrellas tejidas con las manos ahogadoras de la muerte. Camino en la oscuridad sin titubeos porque conozco las desigualdades de la acera y el adoquinado, los contornos de su cuarto, su posición en la cama, el ruido del televisor que como la almohada amortigua mis pasos y sus sollozos. La cabeza giraba con serpentinas manos de gente con demasiada basura adentro. Los monosílabos tenían texturas y construían cadenas de muchas veces no-no-no-no-no. Billy se masturbaba oyendo al otro forzar su entrada. Después como si nada hubiera pasado. Se encienden las luces. Despierto. La vida no era un sueño, era una forma de lidiar con el trauma. Así se explican los racimos de ángulos, superficies y figuras superpuestos, el ensamblaje de conexiones y vínculos rotos.

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