Robi Santucho y Sayo, su pareja, visitan al profesor Ely en su residencia de Princeton, Nueva Jersey. El profesor está casado con una excéntrica rubia millonaria que apoya la causa del azúcar en los países pobres. El profesor Ely estudia la industria dulce en la Cuba del siglo XVII.
Santucho llega al Hormiguero rojo de los Ely. Beben whisky y ríen hasta la madrugada mientras desgranan los sueños revolucionarios. Por la tarde, Robi, ufano, camina por las calles de Princeton y se deslumbra con las luces y las residencias de los propietarios yanquis. Ve los autos refulgentes y negros al lado de los jardines amplios y generosos, ve el cielo azul interminable, las veredas laberínticas de la universidad, las librerías, las reuniones jocosas de los jóvenes estudiantes, ve la lejanía de la vida acomodada y confirma que a él no le interesan ni el oropel ni la risa fácil ni el conocimiento abstracto, falsamente desinteresado. Princeton es, para Robi, la universidad opulenta y magnífica y la sede indiferente del arco iris burgués y zafio.
Al día siguiente, Robi se queda en la habitación serena y disfruta del silencio casi campestre de la mañana parca. Aún no ha bebido el desayuno y no sabe que lo esperan las balas atroces de Villa Martelli y la sangre desparramada y salvaje, el odio atroz de los gendarmes, la selva lunática y fervorosa de los valles; algo intuye pero no sospecha el rompecabezas de su muerte.
Su mujer, Sayo, tampoco lo sabe. Nadie puede saber que será el heredero dislocado de Tupac Amaru y el sucesor extraño de un Rousseau argentino. Ni siquiera Robi lo sabe; él, que anticipa los colores del crepúsculo en el norte argentino, que toca el hueso de las convulsiones en los ingenios convulsos y que adivina a kilómetros el olor de la caña quemada en los arrabales, no lo sabe.
Lo que sí tiene a mano es la confirmación de su viaje a Cuba, ese recorrido gestionado por el profesor Ely y que modificará la cara de la luna, la espada de fuego de la lucha y el enfrentamiento fracasado en Monte Chingolo. Todo cambia con el aviso del profesor Ely; incluso, lo que aún no tiene nombre. Ely, con un vaso de whisky en la mano temblorosa, le da las señas de sus pasos en la isla hecha de pólvora.
La segunda noche es larga; dialogan y brindan hasta tarde, hasta que los faroles gastados de la avenida estadounidense largan los últimos destellos azulados.
Exaltado, sin poder calmar la respiración agitada por la expectativa, Santucho se recuesta junto a Sayo: ella le habla pero él no la escucha. Tiene los grillos de la esperanza en sus oídos como panales de fervor.
Aun así, esa noche duerme. Hasta esa penumbra las cosas son iguales a sí mismas. Si hubiera un dios del futuro, se podría decir que en la oscuridad amarilla del Hormiguero rojo se instala la llave que instala el quiebre del sentido.
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