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Andrea Castro
viceversa magazine

Sandhell

Después de dos intensos días de congreso, espero en la estación de Jönköping el tren a Falköping, donde tengo que hacer cambio de tren para Gotemburgo. En el cartel de salidas, dice que el tren llegará a las 16:05 en lugar de a las 16:04. A pesar de mis ya casi treinta años en este país, me resulta sorprendente que anuncien un retraso de un minuto. Dentro mío algo discute con esa imagen tan prolija de Suecia y de los suecos, imagen a la que muchas veces me resisto por miedo al estereotipo fácil. Y mientras busco en mi memoria ejemplos que me brinden matices, escucho a dos personas que comentan una falla en el sistema eléctrico de las vías, que no se sabe cuándo se va a resolver. Sigo la dirección de sus miradas para encontrar la noticia en un rincón del cartel de salidas, un lugar, a decir verdad, poco lógico, casi oculto en su evidencia absoluta, como explicaría el personaje de Dupin en “La carta robada” del maestro Poe.

Sin embargo, el tren llega a las 16:05 y todos subimos, buscamos nuestros lugares, ponemos las valijas y nuestros abrigos en los maleteros y nos acomodamos. Un adolescente, que podría ser afgano, se sumerge en su teléfono, una chica joven con hiyab saca su computadora y se pone los auriculares, y una mujer con cuatros niños pequeños reparte sándwiches a los chicos que hablan o se pelean en una lengua que no termino de identificar. Yo me quedo un rato con la vista perdida más allá de las vías, en la negrura del Vättern, uno de los lagos más grandes de Suecia, y también uno de los más profundos. Sin ver sus caras, porque están sentados más adelante y de espaldas a mí, escucho que la nena que va con dos hombres, le dice Pappa o uno y Daddy al otro.

Estoy agotada después de una mala noche y dos días de mucho trabajo, pero también estoy contenta y satisfecha, así que no tardo en relajarme en esa dulce normalidad acentuada por la presencia del revisor que sonriente y de buen humor va cortando los boletos y charlando con los pasajeros, niños y adultos. Recordándome a mí misma que no tengo que quedarme dormida, me tapo con un chal y me pongo a leer una traducción al sueco de uno de los libros de Mariana Enríquez.

Después de unos quince minutos, el altoparlante nos trae la voz sonriente del mismo revisor que casi con cariño anuncia: “Queridos pasajeros, en breve estaremos en la estación de Sandhem. Por un problema eléctrico, el tren no podrá continuar. Les pedimos que desciendan del tren. El ómnibus de reemplazo estará en Sandhem en unos minutos.”

Sandhem es un andén con un cartel y un reparo, rodeado de unas pocas casas. Nos bajamos y despacio enfilamos hacia una playa de estacionamiento vacía. Miro el cielo gris y pienso que tenemos suerte de que no llueva porque en este lugar no habría cómo protegerse de la lluvia. Las dos casas que lindan con el estacionamiento están bastante desmejoradas, parecen abandonadas; sus jardines con los pastos crecidos, y ocupados por objetos rotos y oxidados, entre ellos el chasis de un auto sin ruedas.

Los pasajeros, que seremos unas 40 personas, nos ponemos a charlar en grupos pequeños y algunos ni siquiera se dan cuenta cuando, a los minutos de bajar del tren, llega un taxi y se lleva a la tripulación. Al rato, también el tren se pone en movimiento. Bromeando, algunos de nosotros le decimos adiós con la mano y simulamos llorar porque nos abandona.

El tiempo pasa y el silencio en Sandhem es completo. En el rabillo del ojo, creo ver que alguien nos espía detrás de la cortina de la casa del chasis, pero cuando fijo la vista en la ventana, no hay ningún movimiento que me lo confirme.

Para intentar acortar la espera, llamo a la compañía de trenes. Después de elegir una serie de opciones, quedo en una cola telefónica con música de ascensor. La chica con la que finalmente hablo no sabe nada de un ómnibus que esté en camino a Sandhem. Tengo la impresión de que ni siquiera sabe qué es Sandhem, pero decido ignorarla. En cambio, le pido que por favor averigüe lo del ómnibus y me vuelva a llamar. Me dice, sonriente, que por supuesto y que gracias por ponerme en contacto con la compañía. A los minutos, suena el teléfono, pero no es la misma chica, sino una encuesta telefónica que me pide que califique la atención que acabo de recibir según una escala del 1 al 5, siendo 1 muy mala y 5 excelente. Corto el teléfono sin responder.

El frío empieza a calar los huesos. Hay una mujer con un chico de seis años. Mientras abre la valija y saca más ropa para ponerle, se arma un grupo de cuatro personas que deciden compartir un taxi a Gotemburgo. Un hombre joven y ejecutivo lo pide por teléfono y cuando llega, algunos nos acercamos al chofer y le pedimos que nos llame otros taxis. “Soy el único en toda la zona”, nos dice. “Antes tenía tres taxis, pero acá no pasa nunca nada y vendí los otros dos”.

Empieza a oscurecer y la gente comenta una tras otra que sus teléfonos van perdiendo la conexión a internet y la cobertura. Mientras hablo con la chica del hiyab que iba en mi vagón, vuelvo a ver algo en el rabillo del ojo. Ahora sí veo que la cortina se mueve. Le pido que me acompañe y vamos hacia la puerta de la casa con intenciones de averiguar si alguien nos podrá ayudar a salir de ahí. Pero el símbolo que vemos pegado abajo del timbre nos hace detenernos. Las líneas rectas, la cruz, el negro, el blanco y el colorado. Retrocedemos.

Miro a mi alrededor en la playa de estacionamiento y es ahora cuando empiezo a darme cuenta de que los pasajeros que quedan son, al igual que yo, inmigrantes o hijos de inmigrantes, gente con pieles oscuras o con rasgos que distan de asemejarse al estereotipo del sueco o del escandinavo. Bueno, en realidad hay un hombre rubio y atlético que respondería a ese estereotipo, es uno de los dos padres de la nena de tres años, que en este momento tira y empuja del coche a un ritmo lento pero decidido, tratando de hacerla dormir.

Le agarro el brazo a la chica del hiyab y en voz muy baja le pido que mire a su alrededor y me diga si comparte lo que acabo de observar. Veo sus ojos recorriendo el aspecto de cada una de las personas presentes y luego su mirada, que me da la razón. El silencio se ha posado sobre el grupo, así que no podemos escuchar los acentos. ¿Dónde estamos? le pregunto, en un susurro. No sé si se lo estoy preguntando a ella o si me lo pregunto a mí misma. ¿Dónde mierda estamos? Pienso que tenemos que reunir a todos y ponernos a caminar hacia la ruta, donde quiera que esté. Que ya hemos esperado demasiado. Que todo esto se parece a una trampa.

Pero ya es demasiado tarde. Por la calle que cruza la vía vienen marchando en silencio hacia donde estamos nosotros. Todo lo que se oye son sus botas sobre el asfalto. Contra sus ropas y sus gorras negras, resalta la palidez de sus caras y el blanco de sus ojos es casi fosforescente. Llevan pancartas, estandartes y escudos de plástico transparente con una dirección de internet en letras negras. A medida que se acercan, identifico en las pancartas fotos de políticos, escritores, personalidades de la cultura, subrayadas por el texto FÖRRÄDARE (traidor/a). Pero en una de ellas también estoy yo (es la foto que tengo en la página de la universidad donde trabajo); en otra, más allá, la chica del hiyab. También veo una con la pareja de la nena de tres años: es una foto de estudio, en la que se abrazan sonrientes y enamorados.

De repente, entre ellos y nosotros irrumpe un tren de alta velocidad. No para en Sandhem. Es más, Sandhem ya no tiene andén, ni cartel, ni reparo, ni casas. Cuando termina de pasar, ellos todavía están ahí, los ojos brillantes, la piel de las caras, blanquísima, cayéndoseles a girones. Marchan en el mismo lugar. Algo no les permite cruzar la vía del tren.

Nosotros nos miramos y nos tocamos con las manos. Vamos, dice una chica con el pelo enorme y enrulado. Y es como una fórmula mágica que nos despierta.

Nosotros estamos vivos.

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