Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

Sala de espera (fragmento de novela)

La estación de Atocha se hallaba en pleno movimiento cuando Nicolás llegó para tomar el AVE con dirección a Barcelona. Como el tren no salía hasta pasadas las dos, se sentó en el café frente al jardín tropical en torno al cual se abrían los andenes y pidió un vermut. “Otro”, se dijo, encadenando la costumbre de hacerlo durante estos regresos a las ciudades españolas donde estaba, aún sin estarlo, porque guardaban el sabor de lo conocido aunque no le perteneciera. “Solo de prestado”, rememoró, devolviéndose a unos regresos, no obstante más frecuentes desde que le habían robado el sabor de los venezolanos. “Al menos aquí no hay escasez de papel higiénico”, murmuró, pensando en las crecientes carestías sufridas por los habitantes de un país cubanizándose a pasos agigantados.

Debía entonces conformarse con simulaciones del exuberante verdor caraqueño, como la que se extendía bajo la cúpula de aquella estación, a falta de coraje para afrontar las dificultades inherentes a un regreso a la ciudad, todavía hoy más añorada, pese a las décadas transcurridas desde su partida. Entre las miserias presentes, donde apenas quedaban girones de los lugares que tanto frecuentó, y las muertes o emigraciones de quienes los llenaron con su presencia, sus regresos se habían ido espaciando. Por ello los paisajes patrios eran ya imágenes congeladas de un pretérito, clasificado solamente en su memoria y en los álbumes fotográficos recorridos  cuando sentía la necesidad de recobrarlos.

Instalado en su apartamento neoyorkino, Nicolás pasaba a veces las páginas donde había organizado las instantáneas, que en ocasiones el tiempo había ido descolorando, con lo cual el retrato guardaba también la pátina de la escena evocada. Entonces se le presentaba el fantasma de la abuela Ribot, abstraída en idéntica operación, mientras se mecía frente a los cristales esmerilados de la galería, donde ahora su madre también se balanceaba cosiendo un botón o zurciendo algún calcetín. Así esperaba encontrarla cuando llegara esta tarde; si bien los continuos sustos que le daba el marido, perdiendo el equilibrio y cayéndose al piso un día sí y otro también, y la perenne esclavitud de ir tres veces por semana con la ropa limpia, el tabaco y las golosinas a ver al hijo internado en una clínica psiquiátrica, seguramente la tendrían esperando la ambulancia o en el autobús de regreso del sanatorio con la bolsa de la ropa sucia.

“Pero al menos todavía están vivos”, se dijo mordisqueando el montadito de gamba que llegó con el vermut. No como los padres de familiares y amigos más afortunados, quienes teniéndolo todo para vivir una vejez espléndida, hacía ya años que el suicidio, el cáncer u otras enfermedades varias, se los habían llevado. Nada de lo cual quejarse entonces en este día finalmente invernal, aunque el clima de invernadero de la estación simulara otra cosa. El sonido del móvil lo sacó de aquel ensimismamiento, con Miriam intempestiva como siempre del otro lado.

—¡Nicolás, al fin te encuentro! Tuve hasta ayer a mi cuñada visitándome en Miami donde, ya sabes, me he establecido tras el fracaso de lo de Julius y con el dolor de dejar toda mi existencia caraqueña, pero no podía seguir adelante en el desastre patrio. Vino de compras, aunque no a adquirir ropa ni zapatos ni carteras, sino medicinas, productos de limpieza, comida y artículos de tocador porque allá ya no se consigue nada. Desde la muerte de mi papá y la expropiación de su hacienda en Yaracuy, la cuenta del servicio de carga que mi hermano tenía para importar maquinaria y repuestos la usan ahora con el fin de aprovisionarse de lo más esencial. ¿Qué tal?

—Pero al menos todavía están vivos, reiteró Nicolás, transponiendo su optimismo a aquel otro contexto donde, no obstante, la vida iba perdiendo valor a pasos agigantados.

—Sí, es cierto, aunque en los hospitales los pacientes se están muriendo porque no hay ni vendas, y en la privacidad de sus casas, quienes contraigan una enfermedad o sufran de una condición crónica tienen los días contados pues no se consiguen medicinas.

—El país ha entrado en período especial, cortesía cubana.

—Lo único que nos ha regalado Fidel. ¡Vaya desgracia!

—Además la isla, pese a seguir recibiendo petróleo gratis, ya pasó página y dejó a Venezuela tirada en el arroyo, como si de una cualquiera se tratara, porque ahora tiene un prospecto mucho más rentable: seducir al antaño vilipendiado imperio. De hecho, mientras nuestra nación se hunde en el lodo, Obama y Raúl Castro han empezado a cooperar en proyectos relacionados con agricultura, medicina y, quién lo hubiera imaginado, ¡el manejo de los cuerpos de seguridad encargados de garantizar el cumplimiento de las leyes!

—Nunca me había sentido tan desmoralizada, Nicolás, estoy como si me hubiera pasado una aplanadora por encima.

—Pero, te repito una vez más, estás viva, querida. Y, como dice el manido refrán, mientras haya vida hay esperanza.

—No te pongas cursi, mi amor, que no te queda nada bien. Mira, te digo lo mismo de cuando nos vimos la última vez en Margarita: no creo que pueda estar mucho tiempo seguido lejos de nuestro trópico por más que todo se vaya al carajo.

—Que ya se ha ido.

—Que ya se ha ido, sí, pero te aseguro, mi marcha es solo provisional. Voy a regresar. A regresar para seguir conversando con mis muertos y compartir con los amigos que aún estén vivos.

—¿Lo ves? Nuevamente me das la razón.

El camarero se aproximó a preguntar si quería otro vermut, excusa para Nicolás despedirse de Miriam y volver a concentrarse en la situación de sus padres, cuyas manos parecían alargarse ahora hacia él en señal de auxilio. “No sé si serán imaginaciones mías, pero empiezo a sentirme como el personaje de Catherine Deneuve en Repulsion de Polanski: asediado por manos que surgen de la oscuridad, si bien, a diferencia de la Carol del film, yo estas las venía venir desde hace años. Afortunadamente han llegado en un momento de mi existir, como diría el bolero, cuando estoy bastante estabilizado física, profesional y psicológicamente. Claro, emocionalmente soy un terreno baldío, pero no me quejo pues siempre he estado solo aun cuando por años viviera en pareja”.

Alrededor de la mesa donde Nicolás sorbía su segundo vermut, otros viajeros chequeaban aparatos electrónicos o miraban absortos hacia el vergel frente al café, donde no faltaba un estanque con un conjunto de tortugas secándose al calor de la luz que se filtraba por la cúpula modernista de la estación. Pero era otra estación similar, la de França en Barcelona, la que guardaba para él fundamentales recuerdos, por los arribos y salidas propios y de familiares o amigos en tránsito, así como por su cercanía al Parc de la Ciutadella donde su abuelo lo llevaba a jugar cuando era niño.

Ocasionalmente, pasaban por la estación camino al parque a observar las idas y venidas de los pasajeros. Entonces Nicolás permanecía ensimismado en mitad del barullo cuya atracción, quizás inconscientemente, lo llamaba a seguir un destino análogo al de quienes estaban en tránsito permanente. Entre ellos Vicente, quien no podía decirle no a un viaje, aun cuando la existencia se le fuera en ello. De hecho, en esta ocasión prácticamente no lo vio porque estuvo empalmando uno con otro; solo lo justo para saber que seguía saliendo con la ex amiga de Matilde y liquidando sus activos fijos en Venezuela.

  “Suerte tiene Vicente en poder deshacerse de propiedades e intereses, ahora cuando el país se desbarranca velozmente. La desgracia es más bien la de quienes no tienen nada de que deshacerse pues nunca lo tuvieron, o lo perdieron o malvendieron para huir a la desesperada. Justo en estos día leía un reportaje sobre prostitución masculina donde la periodista informaba que, si bien la oferta sexual ha descendido por parte de los latinoamericanos en general, ha aumentado en el rubro venezolano y se ha triplicado entre los españoles”, reflexionó, terminándose el montadito de gamba. El camarero llegó con otro, esta vez de lomo embuchado, y un agua con gas que Nicolás miró no sin cierta culpabilidad, dada la dirección por donde se habían enrumbado sus pensamientos cuando todavía faltaba una hora para partir.

  Y es que, entre la tragedia de los refugiados árabes desparramándose a lo largo de Europa, la descomposición general venezolana, la crisis económica y política española, y la amenaza de Donald Trump como candidato a la presidencia norteamericana, sus pasos habían adoptado la cautela del de las tortugas asoleándose a pocos metros de su mesa, ante la imposibilidad de saber por dónde iría a saltar la liebre. Al momento, sin embargo, era mejor no precipitar ninguna decisión e ir resolviendo paso a paso, en tanto fueran surgiendo imprevistos y dramas varios, que ciertamente no irían a faltarle, porque las adversidades se enquistan agresivamente en nosotros y luego no hay manera de extirparlas.

“Miro a la pareja compartiendo un par de audífonos, mientras aguarda por su tren apoyada en la baranda ante mí, y en sus gestos de felicidad y deseo se escapan los míos, impregnados de todo lo vivido y perdido de un tiempo caraqueño cuando la existencia aún parecía hermosa. Conmigo, instalado entonces en un verdor similar al de las plantas que los encuadran, hablando con Camila sobre el objeto de nuestra atracción; alguien quien, a diferencia de nosotros, fuera por él correspondido. Y recordarlo, mientras la imagen que persiste es la de estos jóvenes tomados de la mano, yendo quizás de vacaciones o regresando a casa donde, en el instante de decírselo a Camila, ellos estarían ya en brazos del otro. Y es paradójico el hecho de pensar que se lo diría, sabiendo que ambos nos sentíamos atraídos hacia cada uno de los componentes de una pareja de nuestro pasado en actitud similar a esta, es decir, ajena y satisfecha, tan fuera de ella y de mí”.

Nicolás marcó el número de Camila y, cual si hubiesen adivinado sus pensamientos, la pareja se levantó perdiéndose por la estación.

—¿Dónde estás?

—En Atocha esperando que salga el AVE a Barcelona, ¿y tú?

—Preparando la lista de lo que tengo que comprar para la cena de esta noche.

—¿Otra de tus cenas?

—Sí, pero esta es muy especial, porque desde el secuestro de mi cuñado, no había podido reunir a la familia al completo, así que será un evento de gran significación para todos.

—Por suerte lo liberaron, pues sé de algunos que, aun después de pagar el rescate, acaban asesinándolos.

—Y fíjate, cuando mi hermana le preguntó por los secuestradores le dijo que, aunque llevaban capuchas, se veían muy jóvenes; frisando los veinte años. ¿No te parece increíble?

—Me parece lógico, porque tienen justamente la edad de la revolución. ¿Y Philippe?

—Fue a visitar a su hijo en Limoges. Y, parece, finalmente está asentando cabeza pues ha vuelto a estudiar y tiene una novia muy responsable. Philippe espera que se encargue de su parte de la fábrica tan pronto termine la universidad. Veremos… ¿y tú?

—Me tomé unos días libres para venir a Madrid y Barcelona a reencontrarme con algunos amigos y, por supuesto, ver a mis padres. Estoy pensando seriamente en jubilarme, como hizo Vicente, y pasar estadías más largas cerca de ellos, ahora cuando van llegando al final del camino.

—Los míos lo rebasaron hace mucho, pero siempre los tengo presentes. De hecho, más presentes aún que cuando estaban vivos.

—Te entiendo. Justo hace un momento estaba reflexionando conmigo mismo sobre la muerte y, conversando con Miriam, también sacamos el tema a colación.

—Pues espérate, porque en tanto más nos acerquemos a ese camino, más presente lo tendremos.

—Así parece. Leí que los baby boomers somos la generación más preocupada por robarle terreno a la muerte en toda la historia de la humanidad. Algo extraño si se piensa que en nuestra juventud nos lanzamos tan alegremente a las drogas y el sexo sin pensar en las consecuencias.

—Quizás porque las amenazas de guerra, al menos para los occidentales, eran menores de lo que fueron en todos los siglos anteriores. Por eso muchos sexagenarios, septuagenarios y hasta octogenarios quieren seguir actuando como si tuvieran veinte años.

—El mercado de la cirugía, los gimnasios, centro se belleza y productos para aferrarse a la juventud mueve hoy más dinero que nunca. Algo que a mí me tiene sin cuidado.

—Pero, querido, es que tú a los veinte años ya eras un viejo, ¿no lo recuerdas?

—Qué bueno es hablar contigo, Camila. Como me conoces desde hace tanto, me das otra perspectiva. Tienes razón, a esa edad yo ya añoraba la decadencia del fin de siècle. Imagínate entonces mi estado actual, con esta existencia tan deshumanizada que nos ha traído el nouveau siècle.

—Pero a mí me encanta porque, ya sabes, por lo general odio estar entre la gente. Con tantas aplicaciones para el móvil, puedo prácticamente vivir sin ver a nadie que no me interese. Hablo, chateo, compro, vendo, encargo, pido, opino, discuto, informo y me informo sin necesidad de rozarme con los demás. Lo único a lo cual no he renunciado es a faire le marché. Me fascina salir con mi carrito de la compra, meterme en los mercados y seleccionar cada producto.

—Suerte tienes de poder hacerlo. La mitad de la humanidad no puede comer decentemente y otro tercio no encuentra qué comprar.

—Incluyendo a nuestra Venezuela, Nicolás. El país rico más pobre del planeta.

—Tú lo has dicho.

—Me pregunto hasta cuándo la población va a seguir aguantando esta hecatombe.

—Me gustaría ser optimista pero, viendo el ejemplo cubano, no auguro un cambio en el país a menos que haya una guerra civil o una revolución popular.

—Quizás la Asamblea pueda presionar al gobierno lo suficiente como para lograr el esperado cambio.

—Lo dudo Camila, en tanto la crisis se profundice, la tenaza del régimen va a cerrarse cada vez más. Y, como ha dicho el chavismo desde su inserción en el poder, “nosotros tenemos las armas”.

—Pero el pueblo tiene los votos.

—Y de qué sirven los votos si se siguen manipulando los resultados electorales con la mayor impunidad.

Por los altavoces empezaron a llamar a los pasajeros del AVE destino Barcelona. Nicolás se despidió de Camila y pidió la cuenta. Al llegar a la cola para pasar por el control de seguridad, observo a la pareja que había motivado un instante de reflexión sobre la felicidad perdida poniendo su equipaje en la cinta móvil, y por un instante recuperó vicariamente la alegría de viajar con lo más amado, en un siglo, un mundo tan diferente a este después. “Aunque solo sea de refilón”, concluyó, buscando en el bolso de mano el billete y un antidepresivo.

Hey you,
¿nos brindas un café?