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daniel campos
Photo by: yuki5287 ©

Sakura: Nuestro cerezo en flor

Floreció nuestro cerezo. ¿Lo recordás? Lo descubrimos aquel domingo oscuro, de lluvia intermitente y neblinas pasajeras, hace algunas primaveras. Finalizaba marzo pero el invierno se negaba a despedirse. Salimos de casa arropados con nuestros abrigos y caminamos juntos bajo un paraguas negro. Queríamos atravesar Prospect Park para visitar el Brooklyn Museum.

Recorríamos aún nuestro barrio cuando lo vimos de repente, en la esquina de Eleventh Avenue con Sherman Street: un cerezo magnífico, cuyos manojos de flores parecían brillar con luz propia, como si el árbol florido fuese un farol natural de intensa luz rosada.

Nos desviamos de nuestro camino y nos detuvimos a observarlo. Fue nuestra primera experiencia compartida de hanami, el arte japonés de contemplar cerezos florecientes durante la primavera. Detallamos las florecillas de cinco pétalos rosa con sutilezas albas, anteras amarillas y pistilo glauco. Te tomé una fotografía, Musa dorada al amparo de sakura. Apreciamos la belleza eterna de aquel momento efímero y continuamos nuestro camino, juntos bajo el paraguas.

Hoy, en mi andar solitario y pacífico, pasé por la misma esquina y lo vi. Ha florecido de nuevo. Esta vez la mañana era luminosa y tibia y nuestro cerezo resplandecía bajo un cielo lapislázuli.

Me acerqué a contemplarlo y dedicar un breve momento al hanami. Mientras sentía la suavidad de los manojos en mis manos, percibí una sutil vibración: la llegada de un pájaro. Miré hacia la copa. Un gorrión (Passer domesticus), regordete y alegre, se había posado a descansar en silencio.

Mientras lo observaba apareció también del cielo una saeta roja. Un bellísimo pinzón mexicano (Haemorhous mexicanus), de testa, garganta y pecho escarlatas, se posó en una rama alta a comer flores. Desprendía las corolas de los cálices con su piquito cónico, las giraba y se comía los ovarios. Luego dejaba caer los pétalos que giraban en el aire hasta descansar en la tierra.

El ángel rubí se deleitaba con toda aquella dulzura, ante la mirada apacible del gorrión.

Sentipensé que aquel instante de contemplar al pinzón saboreando flores de cerezo bajo el divino ojo cerúleo era un sacramento, un signo natural y externo de una gracia espiritual e interna.

En mi corazón floreció el agradecimiento amoroso por la belleza que compartimos.


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