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Foto de la obra de Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (XIV)

Un día de esos estábamos en el departamento y yo ya había terminado de estudiar por el día. S. me escribió para skypear. Me quedé unos minutos en la cama viendo cómo trabajabas en el escritorio, hasta que en una pausa te diste cuenta y viniste a acostarte. Primero te quedaste boca abajo, a un lado, levantando la cabeza para verme. Me preguntaste qué pasaba y dije que nada. Solo estaba viéndote. Giraste para quedar de ladito abrazándome, así que te puse el brazo derecho en la cabeza, acaricié tu pelo y me perdí en la ventana contigo en mi pecho. Al poco rato sonó tu teléfono varias veces y como no lo agarrabas pregunté si no ibas a contestar. No estabas muy convencida pero finalmente te paraste y te pusiste a hablar con quien adiviné que sería una amiga argentina. Le bajaste el volumen al teléfono y no tan discretamente te alejaste de la cama (aunque no había suficiente espacio) para que yo no escuchara. Pero escuché casi todo, además de que cuando no entendía a la perfección lo que ella decía podía seguir la conversación por tus respuestas, por más vagas que te esforzaras en hacerlas. Me chuté sus preguntas introductorias sobre cómo te iba en Milán, qué tal todo en Italia, con tus rumis, deduje que no era de tu universidad porque no decía nada de las clases en la di Tella, y luego te preguntó si no extrañabas mucho a tu señora madre y a tu hermana, y sin darte tiempo para contestar se respondió sola, diciendo que obvio no extrañabas nada, porque ya le habían dicho que estabas hasta las manos con el mexicano. Hasta las manos con el mexicano, me repetí, descifrando lo que aquella frase rarísima que jamás había escuchado escondería. Porque se lo dijeron a ella, y no fuiste tú, así que otras amigas tuyas ya sabrían algo (o mucho) del asunto, y el chisme se propagó hasta llegar a esta otra que ahora te llamaba solo para saber quién era ese tipo y qué estaba pasando. Te reclamaba no tenerla enterada de las novedades en tu vida. Tú te pusiste coloradita y te volteaste para que yo no viera; le respondiste tan cortante todas las preguntas insistentes que siguieron que no le quedó de otra más que desistir.

Yo no le había dicho a nadie de tu existencia en Puebla, a ningún amigo, menos a mis señores padres, y no dejaba de pensar en el mensaje de S. Quería hablar con ella y estaba ingeniando cómo arreglármelas para tener unas horas solo. Te pregunté qué significa estar “hasta las manos” y volviste a ponerte roja por darte cuenta de que escuché. Estar enamorada, Nicolás, mucho, me dijiste acostándote en la cama otra vez y dándome un beso, primero en los labios y luego en el cachete. ¿Yo estaba enamorado? Regresé a ese momento en el Darsena, en que la pareja del otro lado se dio un beso, el primer beso, y después ella, llena de brillo en los ojos, lo tomó a él para plantarle otro beso en la mejilla que de inmediato le traspasó todo ese brillo a él y le iluminó no solo los ojos, sino la sonrisa enmarcada por los labios. El chavo levantó la cara agradeciendo al cielo, y quise ponerme en su lugar, o encontrarlo en el beso que acababas de darme, pero no pude encontrarlo ni en ese ni en ningún otro que nos hubiéramos dado hasta entonces. Si ese era el amor, si eso era estar con quien querías estar, entonces eso no era lo que esperaba. ¿Cómo sería pasar por S. a San Martinito, abrirle la puerta, ir a cenar, quedarnos en el coche escuchando canciones afuera de su casa? Su cara, en mi mente, se empalmaba sobre aquella de la niña del Darsena, el destello de la escena me hacía sonreír, y sin darme cuenta, Ro, estabas muriéndote en mi conciencia.

Al día siguiente volvimos a hablar de tu señor padre en el desayuno. (Desayuno-comida, porque ya era muy tarde.) Fuimos al cafecito ese muy fanci que está del otro lado de la Porta Ticinese, casi junto al McDonald’s. Hubo otra servilleta ese día, donde me robé unos versos de Sabines. Antes de saber lo que venía yo quería ir a desayunar rápido porque había quedado de hacer Skype con S. Estaba ansioso, palpitante. Te diría que tenía que hablar con mis señores padres por algo importante. Más tranquila que la otra vez, pero alterada, me contaste que hablaste con el tuyo muy brevemente en la semana por un pago que tenía que hacer en la di Tella para revalidar las materias de la Bocconi. Todos los sentimientos se te revolvieron. Porque él seguía limitándose exclusivamente a hablarte de lo necesario, el dinero, y tú estabas dándote cuenta de que sí querías hablar con él, de que te lastimaba no hablarle pero también hacerlo solo para tratar el dinero y que te ignorara como si fueras una carga a la que hay que mantener. Me pediste que nos fuéramos del restorán porque no querías que te vieran llorar. Nos fuimos a sentar al Darsena y lloraste, lloraste mucho. Te abracé, Ro, pero no me nacía, lo hice porque era lo que se suponía que hiciera, y lo sentí en la fuerza con la que te acerqué a mí, en la manera despegada en que ponía mis dedos sobre tu cintura y hasta en la forma en que no uní mi cabeza a la tuya. Me sentí muy desconcertado primero, Ro, y luego mal, por estar ahí abrazándote sin quererlo, por no quererlo con toda mi alma, por estar pensando en cuánto faltaba para mi cita con S. y cómo le haría para llegar. Me preguntaste si creía que estaba mal que quisieras hablar con él después de lo que te hizo y te dije que no, claro que no, y no porque fuera tu papá, sino porque se trataba de lo que tú sentías, independientemente de quién fuera, y si el corazón decía que debías hablarle entonces eso era lo que habías de hacer.

‘Siempre tenés las palabras correctas’, me dijiste.

Le dije a S. que tuve cosas que terminar de la universidad para justificar que llegué tarde a nuestra cita, y nos quedamos hablando hasta mi madrugada. Al principio de las llamadas siempre regresaba un breve recordatorio de las agujas en las manos, pero poco a poco iba disipándose con los juegos de coqueteo en los que S. siempre decía que yo no le hacía caso. Evitaba caer en el juego de afirmarle que me gustaba, pero de vez en cuando sucumbía. Nuestras pláticas carecían de sustancia: bromas sobre la universidad, nuestro tiempo en la prepa, sobre su peinado o los regaños de su señora madre porque no bajaba a cenar, pero si ella no hubiera tenido que colgar porque sus señores padres la presionaban yo habría seguido pegado al celular, viéndola, emocionándome con abrazarla, hasta el amanecer.

El fin siguiente fuimos a Parma. Un solo día, el sábado, de ida y regreso. Nos levantamos tardísimo, yo me sentí muy cansado y no sé por qué, si el viernes no salimos ni empedamos. Fabi, Laura y Abraham estaban esperándonos en Milano Centrale y su llamada nos despertó. Tú también estabas cansada. Les dije que se adelantaran y los veríamos allá. Creo que ni nos bañamos porque si no agarrábamos el siguiente tren íbamos a llegar muy muy tarde, así que en el camino yo seguía medio noqueado. Parma daba la impresión de estar vacía. No es que fuera un lugar muy grande, es un pueblito, pero no había gente cuando llegamos, aunque también tenía que ver el frío quemando en la cara a cada oleada nueva de viento. Los vimos afuera de una iglesia a la que ellos ya habían entrado y nos esperaron porque vos querías darle una peinada. Después nomás barloventeamos. Había tours a viñedos y haciendas en los alrededores de la ciudad, pero ya no teníamos ganas. Se notaba que el fin estaba cerca, y que el trajín del tingo al tango durante todas las semanas de los primeros meses se aliaba con el invierno para pasarnos la factura del cansancio acumulado. A Fabi, que en otros viajes no dejaba de caminar para ver qué cosa nueva se le atravesaba, la encontramos sentada varias veces, y Abraham, que usualmente no se cansaba de buscar atractivos turísticos en su celular, ni siquiera lo sacaba. El síntoma inequívoco era Laura, el dechado del turista post-posmoderno, que sorprendentemente dejó de tomar fotos.

Como a la seis anocheció, la ciudad revivió y tú empezaste a sentirte muy mal. No me dijiste nada, sino que en un momento volteé y era indudable que algo tenías. Estaban empezando tus días, me dijiste, y el problema es que no comimos nada por salirnos corriendo en la mañana y caminamos todo el santo día. Entonces entendí mejor tu mal humor en el tren y tu cansancio inusual al despertar. El viento en la ribera del Río Parma no ayudaba. Como Abraham y las niñas caminaban delante de nosotros sin intenciones de parar les dije que yo tenía hambre para que nos metiéramos en las callecitas del centro a uno de los restaurantes. Pero ni así fue suficiente. Ellos seguían caminando entre las lucecitas de navidad, con las calles abarrotadas de personas que ahora anegaban las vitrinas de chamarras y las mesas de las terrazas. Me pediste que no les dijera lo que te pasaba. Pregunté entonces cómo podía ayudarte y me dijiste que solo querías comer, con una cara que me pedía a gritos un abrazo, un beso, un apapacho. Y quise abrazarte, Ro, te quise decir que nos metiéramos solos en el primer lugar que viéramos para que comieras, o que nos regresáramos tú y yo a Milán en ese momento y los dejáramos a ellos, que yo te cuidaría, pero no me nació. Lo contrastaba luego con mi nerviosismo cada que le respondía un mensaje a S. y la emoción cada que sentía mi teléfono vibrando, persistente hasta que en algún momento tú te alejabas unos segundos de mí y entonces podía sacar el celular para verlo rápidamente. Porque yo sé que eso necesitabas, que te dijera Tranquila, no pasa nada, yo estoy contigo y te voy a abrazar y voy a cuidarte hasta que te sientas mejor, Pitiminí, pero no me nació, Ro, no me nació hacerlo, y juro que lo intenté, intenté abrazarte con todas mis fuerzas para que de ahí surgieran esas ganas despiadadas por estar contigo que cada día sentía más lejanas, pero en mi interior solo había una pasividad contra la que no podía, algo que casi toca la indolencia, y pudo más mi miedo de no saber cómo le haría si me quedaba a solas contigo para contestarle a S., y preferí no hacerte caso y decirle a Fabi que te sentías muy mal para que ya fuéramos a comer, le pedí que te ayudara porque ella sabe más de esas cosas de mujeres, que te preguntara si necesitabas algo.

Yo ya no estaba ahí, Ro. Hacía mucho que me había ido. Estaba mi cuerpo, un zombi, una masa que se movía para cumplir los preceptos de lo pactado, terminar el contrato para irme pronto, pero mentalmente ya no estaba ahí. De la forma en que meses antes de salir de Puebla yo ya vivía en Milán, Puebla había desaparecido y mi mente se transportó a una nueva residencia, otra cripta para satisfacerse, de esa manera en que di el paso en mi imaginación para extenderlo a la realidad y fugarme de esa vida en la que no encontraba nada, yo caminaba en Parma pero mentalmente había saltado a Puebla, estaba pasando por S. en mi Jetta, manejando en la Atlixcáyotl, yendo al cine en Angelópolis, sintiendo cómo ella se recargaba en mi hombro para que la abrazara, sentados en la terraza del Royalty, viendo la catedral, con una copa de vino… Mi mente estaba en el momento en que salíamos de ahí a caminar por el zócalo, y yo la guiaba con la mano en la cintura, hacía una broma, ella reía, me decía Eres un bobo sin dejar de reír, y entonces yo aprovechaba para señalarle algo en el ojo, ella se tocaba el cachete sin saber qué: Sí, tienes algo en el ojo, quítatelo, y ella volvía a intentarlo sin éxito: No, ahí no, espérate, mira, cierra el ojo, le decía yo cerrándoselo con la mano izquierda y acercando su cuello con la otra para llegar a sus labios.

Me fui de Parma a erigir un nuevo altar en el que me encontraba otra vez a salvo, en el que amaba a alguien, en el que el deseo de mis movimientos se ilusionaba con creer que esta nueva posibilidad era más real, más auténtica, y que la cristalización estaría separada de mí tan solo por la fuerza de mi decisión, de acabar con esto y terminar de irme. Pero al llegar a este punto, a pensar si lo que estaba haciendo estaba mal, si era injusto, no lograba conectarlo, no lograba hacer que entraras en la formulación, era como si tratara con dos entes completamente disociados y tú aparecías en una esfera que ya no podía penetrar en la otra, porque estabas diluyéndote, Ro, ya no te veía clara, tu rostro, tus gestos, tu voz, tú ya no figurabas en mi mente, te observaba y sentía que no estaba viéndote, que no podía verte, estabas solo en el aura, como un merodeo, algo cercano que no alcanza a tocarte, eras una silueta en el espacio que se difumina al intentar ponerle atención. Y si llegaba al punto de plantearme si no era un hijo de la chingada, si la fidelidad física no era lo de menos, si lo que importa no es la lealtad moral, si lo que estaba haciendo no merecía una condena, me decía simplemente que era mi turno de jugar. Fui a Medellín y me mudé a Milán para que me dijeran que lo que yo quiero, lo que yo siento no importa, a mí por qué iba a preocuparme ahora lo que siente alguien más. Tú también eres una hipócrita, que dijo que solo quería estar conmigo, antes de irte a Edimburgo a comprarle un encendedor a otro tipo. Era mi turno de hacer lo que quisiera, lo que mejor me hiciera sentir, y si eso conllevaba destrozar, que así sea, que se desgarre lo que tenga que caer, porque ya era hora de que yo tuviera mi parte en este juego donde siempre son otras quienes tienen la pelota y yo me limito a rogar para que me la presten unos segundos. Esta vez no, Ro, esta vez voy yo: esta es mi afirmación. Tengo razón, tú te equivocaste, el agua se mete al cielo y no solo al cielo: invade al mundo y lo arrasa todo, lo deshace.

Sí, que se caiga todo, porque la mentira descubierta es una ridiculez de la buena moral en la que el bien siempre triunfa y al malo invariablemente lo descubren, pero eso es una falsedad patética creada para satisfacer a un espectador filisteo, sandio, que solo busca fomentar su corrección, la costumbre inculcada y aprehendida, la confirmación de lo que quiere creer. En la realidad esas cosas no pasan. La idea de que uno puede mentirle a todos, escapar de todo, excepto de sí mismo, es una estulticia cristiana hecha para los gaznápiros que creen en la bondad del mundo. La mentira es tan fácil de sostener que uno puede vivir una vida en ella, uno puede mentirle a todo el mundo e incluso mentirse tanto a sí mismo que uno acabe por creérsela. Y si a algunos estafadores en la realidad los atrapan es solo porque no se la creen, porque se cuestionan demasiado, sienten, se compadecen y se traicionan a ellos mismos. Yo no me compadezco de mí, no siento lo que me pasa, y para arrepentirse hay que sentir, pero yo solo razonaba, y en la razón no cabe la mentira, no hay lugar para el hundimiento. Todos mis actos son una mentira y aún están cargados de verdad, porque yo soy una mentira.

En el tren de vuelta a la casa te recostaste en mí y repetiste que te sentías muy mal.

‘Tranqui, Pitiminí. Ahorita ya llegamos a dormir’

‘Siempre sabés qué decir’, dijiste apretándome la mano, y me di cuenta de que ya no quería tener las palabras correctas.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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