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Carlos noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (XIII)

Los nervios no desaparecieron luego de ese día; eran otra clase de nervios. No porque fueras a negarte otra vez, porque te echaras para atrás de último minuto o porque me mandaras a volar definitivamente. En ese momento yo hablaba casi todo el día con S., y me sentía seguro de que querías estar conmigo, o, en todo caso, que si me rechazabas ya no tendrías efecto sobre mí. Esa no era la cuestión. Cuando platicamos sobre el tema te dije que antes de ti estuve con varias niñas en Puebla, que mi primera vez fue a los diecisiete, cuando estaba todavía en la prepa, y que también estuve con alguien en Milán antes de siquiera hablar contigo por primera vez, aunque solo fue algo de una noche. Te dije eso, te dije que ya había intentado muchas cosas en la cama de las que prefería no hablar, hasta había hecho cosas con más de una niña a la vez, me acuerdo perfectamente de que dije todo eso, Ro, pero nada es cierto. Te lo dije, en parte, para darte seguridad, pensando que uno prefiere estar con alguien que sabe lo que hace a un neófito en cualquier materia, pero sobre todo porque estaba nervioso, no quería parecer un luser, un teto que tampoco había hecho nada en su vida; para que me vieras como el hombre fuerte y experimentado que tenía mucho mundo y nada le sorprendía, nada tenía por aprender, para que me vieras hacia arriba como alguien que podía guiarte y protegerte, que te llevaba varios pasos y para quien todo esto era de lo más convencional. Pero es falso. Ni tuve relaciones antes ni soy el hombre fuerte experimentado que ya había pasado por todo. Estaba tan nervioso como tú porque sería mi primera vez, y acaso más que tú, porque encima de preocuparme por algo desconocido te aseguré que era muy experimentado y tenía que aparentar que sabía cómo actuar, que me era natural, que no sentía pena, sabía cómo tratarte y tenía todo bajo control. Pensé mucho en qué haría, consideré preguntarle a amigos más experimentados e incluso a Abraham, pero lo descarté en el acto. Así que me puse a repasar mis palabras, para que ese día, entre el temor, los nervios y la necesidad imperante de actuar, no fuera a develar yo mismo mi mentira.

Fueron días tensos, Ro. De muchas emociones, diría yo, aunque ese término generalmente lo uso para referirme a ocasiones en las que pasan muchas cosas distintas en muy poco tiempo, pero esa semana, a pesar de que iba a acontecer una y solo una cosa, en mi interior todo estaba revuelto y apenas lograba distraerme a momentos en la escuela. Yendo de regreso al depa, dándole los buenos días a S., caminando por el tranquilo y apacible trayecto de siempre, se me llenaban de hervor sigiloso las venas que llegaban a mis dedos y me ponía a pensar qué estaba pasando, y me decía que nada, que todo estaba bien, que nuestra cita del viernes sería como cualquier otra, pero mis manos sabían que era un mal engaño.

El viernes quedamos de ir con Fabi, Laura y Abraham a The Club. En realidad, tú y yo no teníamos planeado salir. Estaríamos en el pre y luego mentiríamos que estábamos muy cansados. Dijimos que sí a vernos porque nos sentíamos comprometidos con ellos por ser nuestra bolita y servía que podíamos (podías, mejor dicho) tomar un poco. Pero la verdad es más sutil, Ro: ni tú ni yo estábamos listos para enfrentarnos directamente, con todo y que lo habíamos hablado varias veces, en sobriedad. Y teníamos claros los términos. Estábamos nerviosísimos y estoy seguro de que tú agradeciste tanto como yo que tuviéramos a varios más de pretexto para evitar el tema, para que no fuera ese el asunto ineludible desde el inicio. Era una forma de lidiar con él indirectamente. Y por un lado hubo algo doloroso, porque sentí como si no estuvieras segura de que querías hacerlo conmigo cuando decidiste que iríamos a The Club sin consultarme, contrario a lo que quedamos solos, pero por otro, debo decírtelo, sentí mucho alivio, porque estaba aherrojado, no sabía cómo dirigirme a ti cuando llegaste con ellos, y vi que tú tampoco, así que salirnos de ese espacio fue un acto liberador que agradecí, porque me permitió creer que no íbamos a eso, que se trataba de una fiesta más, y que si algo pasaba sería no porque lo mandaba el itinerario, sino un mero producto de la noche y la copiosa lista de circunstancias que nos llevaron hasta allí. Nadie quiere agendar una cita para darse un beso, en la esencia del amor está su espontaneidad, lo impredecible.

En The Club llegó otra amiga de Fabi, de una de sus clases, una china (no, creo que malaya). Fabi siempre sacaba alguna nueva amiga, y qué casualidad que casi sin excepción veían potencial en Abraham. ¿Cómo entramos a The Club? Ahí no había nada preferencial para estudiantes de intercambio y la cadena estaba atascada. Seguro Abraham dio algo de lana para que nos dejaran pasar; ninguno tenía contactos. ¿Ves? La corrupción no solo se da en el tercer mundo latinoamericano. Pero no entiendo por qué estoy entrando en semejante digresión, bueno sí, sí lo sé, porque en este instante todavía me cuesta trabajo hablarte de esto, Ro, como ya te dije que me costaba aquel día, muchísimo, y me enredo en la historia del ligue asiático de Abraham y en balbucear algo sobre la entrada al antro y la corrupción para encontrar la forma de hablar de la manera en que me gustaría hacerlo (sin saber cuál es exactamente esa manera), preguntándome a momentos si no sería mejor saltarme esta parte, obviar lo que tú y yo ya sabemos bien por cuenta propia. Pero eso sería dejarlo con un velo, Ro, y esta carta es un esfuerzo autoimpuesto por abrir ese telón, por luchar contra mi silencio hiriente; no para resarcir (ilusión ingenua), sino para que tengas mi historia de nuestra historia.

Tomamos un shot en la barra y te pregunté cómo te sentías. No sé si no entendiste la pregunta y la asumiste o si preferiste ignorarla y decirme que pidiera un taxi para evitar formalidades, pero no me interesó mucho averiguarlo. Esperé a que acompañaras a Laura al baño y cuando saliste ya tenía el uber afuera. El trayecto fue el segundo alivio después de la ida a The Club. Como si acabáramos de encontrarnos, como si no nos hubiéramos visto en dos días y fuera el momento más normal del mundo, te recostaste en mí, me agarraste la mano y yo te di un beso y pregunté cómo ibas, si querías que pasáramos por algo de cenar antes de llegar al depa o si estabas cansada. Me sorprendió tu actitud, y la mía. En esos momentos la presión se esfumó. Te sentí en paz, me sentí tranquilo.

Eliminé los instantes en que nos bajamos del coche y subimos al cuarto, o fue que pasaron tan rápido que no tuve tiempo de verlos. Tenía mucho miedo de que todo se arruinara si tú, acoquinada en el momento, no tomabas la iniciativa, y para mí era esencial que lo hicieras, porque no quería arriesgarme de ninguna forma a sentirme rechazado, engañado a último minuto. Quería que estuvieras segura, que quisieras y me lo demostraras, y para mí tampoco podía ser otro día que no fuera esa noche, porque el tiempo se acababa y la duda engendraría otras dudas sobre la pertinencia de estar con alguien que dejarás de ver pronto y que tampoco conocías desde hace mucho. Era una apuesta con todas las de perder.

Pero apenas cerré la puerta envolviste mi cuello con tus brazos y te dejaste caer sobre la cama. Cuando me quitaste la playera te detuve para mirarte a los ojos y preguntarte si te sentías bien, y cuando me dijiste que sí te pregunté si estabas lista, lleno de la necesidad de confirmarlo. Tu cuerpo ese día era como un camino que no admite otro. En todas las veces que estuvimos antes juntos, e incluso en las que vinieron después, tenía conciencia de cada uno del resto de los objetos: la cama, las sábanas, el clóset, la regadera, la silla, el escritorio, el librero, la ventana, la luz, nuestro contexto, todito resumido en unas escenas mentales. Ese día no. Ese día existías tú, y yo, y la superficie de tus manos y tu cuello y tu pelo, y mis labios que te recorrían con roces, doblemente cuidadosos, encontrando mi lugar en ese camino. Volví a conocerte toda, Ro, y al detenerme en tus pies, en tus piernas, en tu cadera, en tus senos, repetía tu nombre en una voz muy baja, apenas escuchada, para afirmarte, para saber que eras tú la que estaba ahí y para saberme que era yo el que estaba ahí contigo. Estar, si alguna vez creí que podía significar algo, Ro, fue eso. Cuando volví a ponerme frente a tus labios y quisiste moverte rápido para quitarme el resto de la ropa te detuve.

‘¿Estás cómoda, Ro?’

‘Sí’

‘¿Me lo juras?’

‘Sí, te lo juro’

Sonreíste ligeramente y volví a besarte, ya no tan lento, ya no tan delicado, buscándote con todo mi cuerpo. Nos quedamos sin ropa y te llamé Rosario, en una voz siempre baja pero que fue cobrando fuerza, y te dije lo hermosa que eres una y otra vez, y repetí tu nombre, Rosario, y te abracé de esa forma absoluta para formar la burbuja que te defendiera de todo.

‘¿Me quieres?’

‘Yo no te quiero, Ro. Te amo’

‘Siempre tenés las palabras perfectas’, dijiste jalándome los brazos para que me quedara abrazándote.

Quedaba un mes de clases, con todo y finales. Eran esos días en que la gente empieza a expresar preocupación por los exámenes y a preguntar qué harás en navidad. Es interesantísimo ver cómo queremos atraer los eventos hablando de ellos, como una distracción mientras haces un ejercicio de bíceps, que te hace olvidarte del dolor para que el tiempo se te pase más rápido. En las dos semanas que siguieron casi casi te mudaste conmigo, ¿te acuerdas? Creo que en una semana no fuiste a tu casa ni siquiera por ropa, y en otros días que sí fuiste namás era el protocolo de checar que todo estuviera en orden con tus rumis. Tengo muy nítidas esas mañanas. Me levantaba primero a bañarme para que tú durmieras un poco más, luego te esperaba comiéndome un sándwich o haciendo algo de la escuela, veía cómo te ponías tus botas grandes y gruesas, tu gabardina negra, los guantes, y nos íbamos. Nunca me gustaron tus botas, eran demasiado toscas, como de roquera punk, y se me hacía que no cuadraban ni con tu estilo ni con el de nosotros, ni con el de la ciudad ni con el de ese invierno. Te lo insinué una vez pero no lo captaste y la verdad es que no era mi asunto. Ojalá te hubiera preguntado qué cosas de mi ropa no te gustan.

En San Gottardo siempre caminabas del lado de los edificios y yo te agarraba de la cintura, porque el frío era insoportable y los guantes no dejaban que fuéramos de la mano. Conociste a los migrantes africanos que se ponían en la esquina a pedir limosna y a la señora que todos los días aparecía con un salchicha, a la misma hora que nosotros, pero en dirección contraria. Esos días hizo mucho frío. Salía vapor de nuestras bocas y siempre que entrábamos al edificio de Sarfatti el repentino calor te resaltaba las chapas rojas rojas. Para toda la clase de Le Barbanchon debía ser obvio que algo había entre nosotros, porque a las últimas tres o cuatro clases llegamos tarde, evidentemente juntos. Pensé que así debía ser la vida adulta, o algo similar: hacer la vida diaria con tu pareja y que se vuelvan amigos ultra cercanos, lo más que alguien puede llegar a estar de otra persona. Un día de esos yo tenía clase temprano. Te dije que te quedaras dormida en el depa y dejaste una notita en una libreta moleskine, de las grandes, que estoy leyendo en este momento: Gracias por dejarme dormir un rato más…te quiero! Me dije que no podía desear nada; fue la primera vez que me sentí querido. En las tardes hacíamos tarea, generalmente en la Bocconi, porque no había espacio para dos en el escritorio de la casa, pero a veces yo ya había terminado o tú te hartabas y me pedías que nos fuéramos a descansar.

En las noches, si no íbamos a cenar a Starita con los demás, estábamos haciendo el amor. O íbamos primero a Starita con los demás y de regreso hacíamos el amor. Aunque nunca me lo dijeron, estoy seguro de que mis rumis se encalabrinaron una vez. Salimos, como de costumbre, corriendo para alcanzar el diez que salía de Navigli y nos dejaba justo enfrente de Starita. Nos echamos nuestra marinara y los angioletti como siempre, mientras cotorreábamos con Abraham y Fabi y le hacíamos bromas a Laura. La constancia de nuestras visitas ya nos había granjeado el saludo amistoso, familiar, de los meseros y el gerente. Qué gran pizza es la de ese lugar, Ro, de verdad, la mejor que haya probado, una gollería. Ese día nos sentíamos muy agusto y fue la única vez que pedimos vino en Starita. Cuando acabamos de cenar seguíamos animados y tú y yo nos fuimos a sentar al arco della Pace en lo que los demás iban rápido al súper por otra botella. Salió el tema del terremoto en México, y te conté cómo yo iba igual que hoy contigo, por el diez, pero era la primera o segunda vez de Starita y no quería perderme, así que tenía prendidos los datos del teléfono para checar el camino, y solo por eso entró la llamada de mi señora madre, que estaba llorando, muy espantada porque acababa de temblar en México, siete punto cinco en la escala de Richter, y todo en la capital y en Puebla era confusión y llanto y ambulancias y llamadas desesperadas como la que acababa de recibir. Me bajé de inmediato del tranvía sin saber qué buscaba y caminé hacia el arco della Pace, justo donde estábamos ahora, intentando calmar a mi señora madre y preguntándole si mi señor padre estaba bien. Fabi y Abraham, que me vieron desde la parada del tranvía, enfrente de Starita, llegaron corriendo y se detuvieron en medio de la plaza, como si fuera la zona de seguridad designada de los simulacros que nos ponían a hacer en la primaria. Abraham volteaba a ver los edificios esperando que la onda expansiva del temblor llegara a Milán en cualquier momento. Nos sentimos acompañados. La desgracia compartida solo por nosotros era inexistente en toda esa ciudad en calma de un martes por la noche.

Era diecinueve de septiembre. En septiembre del ochenta y cinco tembló también, y mis papás dicen que los periódicos reportaron que la Ciudad de México desapareció del mapa. Eso era lo que se repetía en mi mente mientras veía las imágenes de los edificios cayendo, una y otra vez. Fabi lloró y yo no podía hablar. ¿Cuál era la probabilidad de que temblara treinta años después en el mismo pinche día? Me sentí mal, incluso culpable, porque mientras mis compañeros de la universidad estaban recolectando víveres y organizando brigadas para ayudar en Puebla yo estaba en Italia, disfrutando. En fin, regresaron con el vino y seguimos tomando hasta estar movidones. En el departamento me veías con los mismos ojos de ternura que no quitabas desde que terminé de contarte mi preocupación por mis papás y mis amigos cuando me enteré del temblor, como si fuera el relato de una hazaña asombrosa y admirable. Me sedujiste y nos vimos al espejo e hicimos el amor mucho tiempo, sin que nos importara que era martes y nuestros rumis dormían.

Algo se rompió en esos días, Ro, algo que no acabo de entender cómo y me tiene hoy aquí.

Siempre pensé que enamorarme sería lo mejor de mi vida. Lo medité, lo preví en esos destellos que tenía del sentimiento cuando me clavaba en mis entelequias y les daba cuerda todo lo que podía hasta que lograba convencer a mi mente, apenas un segundo, un instante, de que en realidad estaba ahí y ella me amaba. Sobrevenía fugazmente una felicidad inmensa, un deseo intensísimo de abrazarla y besarla, y de gritarle a los cuatro vientos que ella era mi novia, que todos se enteraran. Se lo contaría hasta a mis papás y a todos mis amigos y subiría fotos a donde pudiera y no me importaría dejar de ver a los demás o hacer esfuerzos extraordinarios para estar ahí; y al final, me quedaba pensando, con un breve esbozo de sonrisa tranquila, que sí, solo pensaría en ella.

Pero en esas mañanas no me levantaba con deseos inaguantables de darte un beso, ni quería quedarme en la cama en un abrazo interminable, ni me moría porque estuviéramos pegados ni me sentía mal porque me quedaría solo cuando nuestras clases no eran las mismas. Y tampoco es que quisiera dejar de ir con Abraham y Fabi y Laura por estar solo contigo. Si me hubieras dicho que nos quedáramos un día de esos en que teníamos planes con más gente, que nos quedáramos a hacer algo solo tú y yo, habría hecho lo posible por convencerte de que fuéramos con los demás.

Crecí creyendo que había dos tipos de mujeres: las niñas bien y las tipas para coger. Ambas no podían coincidir en la misma persona. Las que me atraían eran, naturalmente, las tipas para coger. Pero esas no valían la pena. La niña bien no coge hasta que no tiene pareja oficialmente, hasta que no está segura de la calidad del hombre que tiene al lado y de su compromiso. Y aun así tiene sus reservas, no coge por coger, ni muestra su deseo. Cosa privada, que se hace en silencio y de la que no se habla. A cambio, sabes que nunca te pondrá el cuerno. De buenos sentimientos, buenos valores, buena familia. No sale con cualquiera. Con ella se puede hablar de las cosas que valen la pena en la vida, es inteligente, tiene visión, se preocupa por ti y tú te preocupas por ella. Con ella al lado quieres morirte, ella misma vale la pena. La tipa para coger, en cambio, es filistea, cabrona, una puta: sale con quien se le antoja y coge cuando se le antoja. Su atractivo es irresistible pero uno no quiere pasar más que un buen rato en la cama a su lado. En el mejor de los casos es una putita tonta, no sabe hacer otra cosa que coger, hablar de bolsas Louis Vuitton y viajes a Nueva York, un estorbo después del orgasmo; en el peor una puta temeraria interesada en el dinero, que no dudará en irse con tu mejor amigo y dejarte en bancarrota si ya no tienes qué ofrecerle. Mis amigos lo repetían y yo lo tomé como dogma: uno no piensa en las niñas bien para coger, masturbarse pensando en una niña bien es un insulto. El sexo es una ofensa. La vida real está con las niñas bien; las tipas para coger son un divertimento para hombres, necesario, pero nada más que una parte menor de la existencia. Esto implicaba una doble vida: tener a la mujer bien a mi lado, para comer los fines de semana y presentarle a mis señores padres, pero con la que no tengo relaciones sexuales. Y la tipa para coger que no existe, pero a la que sí deseo y me llevo a la cama, a escondidas, antes de llegar a casa contigo y los días en que supuestamente tenía cenas del trabajo. Si el sexo con la mujer que valía la pena, como buen católico, era ofensivo, encontré que sería más fácil buscar a una niña inteligente y bonita para el resto de mi vida, con la que no tuviera nada que reprimir, porque no habría deseo sexual, y encontrar a mi puta por fuera, con la que sí iría a la cama. Contigo descubrí que a las mujeres también les gusta el sexo. Lo que creía que era estar enamorado es una quimera. Para esa vida doble estaba preparándome.

Por eso seguí hablando con S., que no dejaba de contestarme rápido y le resultaba simpática hasta la cosa menos interesante que pudiera decirle. S. estaba ahí, en mi celular. Una presencia vigilante e intensa, una promesa. Me reía todo. Le escribía mientras desayunaba, cuando tú dormías, y le contestaba a lo largo del día en cada rato que iba al baño o tú estabas muy metida estudiando. La conversación fluía tan bien con ella que no tenía idea de por qué dejamos de hablar en la universidad. No hubo mucho con S. en la prepa. Nos conocimos en la secundaria. Desde entonces algunos tipos de años más grandes la buscaban, lo mismo que casi todos los de mi generación. Hablaba de repente con ella en el salón, pero era la niña inalcanzable, y yo lo sabía, así que no la tomaba muy en serio. Encima su papá es millonario, dueño de agencias de coches y edificios por todo Puebla: nuestras vidas no encajaban. S. me hablaba siempre con un entusiasmo particular, como si el hecho de que yo no estuviera detrás de ella la extrañara al grado de interesarse en mí. Cuando salimos de prepa hablamos un par de veces y lo di por terminado. S. estudia nutrición en la UDLAP, pero no creo que quieras saber ningún otro detalle de su vida ni de nuestras pláticas. Ahora era ella la que me buscaba. Me preguntaba muchas cosas de Italia, me pedía fotos, y su admiración solo por el hecho de que yo estuviera viviendo en Europa no me molestaba, sino que me sentía ufano de tener algo que le pareciera tan impresionante. No pensaba decirte nada porque no estaba pasando nada; era solo una amiga con la que platicaba. Cuando estaba contigo dejaba de contestarle, lo cual aumentaba aún más su interés. Cada tanto repetía que quería verme.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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