Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
carlos noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (XI)

Al principio te resististe a que te dijera así. Como que sentías algo de pena, cierta obligación social de no hacer cosas consideradas tetas por tus amigos. Te sonrojabas, me decías que no, o lo ignorabas, sobre todo si estábamos en la calle, cerca de alguien que pudiera escuchar. Poco a poco, sin embargo, como me empeñé en decirlo, te acostumbraste. Solo cuando íbamos con alguien y se me salía un Pitiminí volteabas a verme llena de chapas como diciéndome callate, aquí no. Me reía, la verdad no me importa mucho que me escuchen. Tú nunca me pusiste un apodo. Pero ya veía una sonrisa cuando te saludaba diciéndote Pitiminí y supe que lo hiciste tuyo cuando una vez solos te dije Rosario y me preguntaste si estaba enojado. La sonrisa, entonces, fue mía.

Me sigue gustando esa palabra, exacta para lo que enuncia. Así como apapacho suena a un cariño, a un abrazo de mamá cuando uno llega después de un día pésimo, Pitiminí tiene esa cadencia de tus pasos, esa delicadeza tuya expresada en la reiteración de las íes que hace de la palabra algo suave, chiquito, un diminutivo cariñoso que sin embargo conserva una fuerza tajante en la última sílaba, en el acento que corta para que no se extienda demasiado, una vehemencia en ti de la que no estaba enterado cuando te lo dije en el cuarto, pero que poco después me confirmó que no habría encontrado mejor forma de llamarte si la hubiera buscado. Me di cuenta el día que fuimos a cenar tú y yo solos a Navigli. ¿Fue nuestra primera cena romántica? No te gustaba que gastara mucho y me dijiste que fuéramos a un lugar más barato, pero yo quería que cenáramos bien, en un lugar bonito. Me platicaste de tus amigas de Argentina, de cómo conociste a tus rumis, la güerita, Pili, y la pelirroja cuyo nombre no recuerdo, que no iba a clases y se la vivía de peda. Me enteré de las fricciones que tuvieron, qué no te gustaba de ellas, y pensé una vez más que, desde afuera, es muy fácil creer que todo está bien, porque las apariencias se guardan siempre en sociedad, pero si uno rasca tantito siempre salen a relucir los trapitos. Nada es tan rosita como parece.

Te veías guapísima ese día, Ro. Te lo dije. Pusiste una sonrisa al bajar la mirada que vino acompañada de un tinte rojo en tu cara atenuado por el maquillaje. Traías una blusa con decorado árabe, oriental, de una tela muy delgada, colores obscuros elegantes, las uñas pintadas de rojo vivo y una cadenita en el cuello que resaltaba mucho. Yo también estaba nervioso, Ro. Nunca había ido a cenar así con una niña, y menos con una con quien tuviera algo. Sabíamos que nos gustábamos, pero la cena era inédita en su formalidad: vestidos casi de gala, yo con saquito y tú con tacones altos y vestido escotado. Era otra forma de ser pareja, de confirmarlo, era salirse de ese mundo artificial de los estudiantes de intercambio para entrar un rato en el mundo de la vida citadina, un fin de semana corriente, en el que cabe más que peda y ligues efímeros, porque las cosas no se acaban al final del semestre.

Las historias de tus amigas porteñas fueron un preámbulo. Igual que tus preguntas sobre la profesión de mis señores padres, la relación con mis abuelos y el resto de mi vida que desconocías. No digo que no me importara, claro que quería saber, pero ese día no dejaba de ser el exordio de mi yo nervioso por aterrizar suavemente en el terreno de lo nuestro. Sin embargo, no pude hacerlo de forma delicada. Corté de un tiro la conversación que daba vueltas sin acercarse al punto porque no encontraba la manera de entrar. Te dije que fuimos a cenar porque ya llevábamos un rato saliendo, pero casi siempre con amigos, en pedas o viajes, sin mucho tiempo para los dos, y quería decirte que no era nomás de una noche. Te quiero en serio, Ro, te dije, y estoy contigo en serio. Te agarré la mano y volviste a agachar la cabeza con una sonrisa. Te quiero, repetí, como si el primer te quiero hubiera sido una sentencia escrita en piedra y el segundo una expresión lanzada a ti en búsqueda de confirmación. Yo también te quiero, Nicolás. Mis nervios no me permiten divisar si fue a media cena o en el postre, pero tus palabras, que por mucho que fueran esperables eran necesarias, se quedaron retumbando y poquito a poco me apagaron el temblor de las manos y mi boca seca volvió a salivar.

Algo se cristalizó ahí, Ro, aunque fuera de maneras distintas. A la postre eso marcaría para ti el inicio de una relación estrictamente demarcada, mientras que para mí era la simple declaratoria de que te quería. Te vi mucho esa noche. Sin querer, te sentaste justo donde daba una lámpara grande y la luz que irradiaba de ti se beneficiaba del contraste con el canal de Navigli afuera de las puertas de cristal y los foquitos que alumbraban los postes. Verte fue el regalo más bonito que tuve y pensé que para ti sería la oblación del día. Te vi largamente, sonreímos mucho agarrados de la mano. Quisiera describir mejor esa cena, darle la intimidad que se merece y que tuvo, pero en este momento, sentado mientras escribo, solo logro ver la resolana de la lámpara que te permitía sonreír sin entrecerrar los ojos y a mí verte tranquilamente. Te di otra servilleta ese día: Por más cenas en Navigli, Pitiminí… Mi mente acumula más recuerdos de la segunda parte de la noche, en el departamento. Te tiraste en la cama y te quedaste con los brazos abiertos, esperando que te sedujera, pero yo me recosté sobre la almohada. Hacía varios días que tenía planeado preguntarte todo sobre lo que soltabas cuando estábamos solos y te sentías vulnerable, pero no hallaba el momento. Pensé tal vez en un café, pero no creí que fueras a sentirte cómoda para contarlo, y al salir del restaurante el protocolo dictaba un momento de intimidad para sellar la formalización. Decidí que era hora de saber.

Cuando te dije que me contaras lo que pasaba con tu papá bajaste la mirada inmediatamente, como si tú también supieras que en cualquier momento lo pediría, y como último recurso dijiste que arruinaría el momento entre nosotros si nos poníamos a hablar de eso. Pero no me importó. No podíamos salir si cada vez que intentábamos hacer el amor relucía que algo no andaba nada bien. No querías. Por eso te conté uno de mis más grandes miedos, para que vieras dentro de mí y me dejaras ver dentro de ti: un intercambio. Te enteraste de mi primo Raúl, el primo mayor al que mucho tiempo vi como mi héroe y lo que le pasó con su novia en la universidad: él no quería hijos y le dijo que fueran al ginecólogo, pero ella se negó a usar un método anticonceptivo. Ella decía que bastaba con contar los días, y cuando mi primo le dijo que no iba a dejar de usar preservativo ella se ofreció a comprarlos. Un mal día le dejó de bajar luego de que se le rompiera un condón, y mi primo no pudo más que considerar como la mayor gracia en su vida que el embarazo solo fuera psicológico. A partir de ahí decidió que él compraría los preservativos, pero como ella se quedaba en su casa incluso cuando él no estaba era cuestión de tiempo para que se embarazara. La cuestión es que una amiga en común la vio pinchando los condones con agujas. Mi primo, te dije, describió el terror que sintió en ese momento y las semanas siguientes, cuando intentaba dejarla pero ella lo amenazaba con que esperaba un hijo suyo, aunque lo contó con la distancia que da saber terminado un suceso. Yo, en cambio, quedé marcado. Tenía dieciséis y moría por perder la virginidad, sin pensar que aquello pudiera conllevar algún riesgo. La historia de mi primo, por primera vez, me hacía ver no solo el peligro intrínseco de la situación, sino que rocé la posibilidad de que mi vida quedara arruinada en unos instantes, no por la muerte, sino por la condena de hacerse cargo de un engendro que me impediría hacer lo que quisiera. Te lo digo para que te andes con cuidado, cabrón, concluyó Raúl, y yo supe que jamás tendría un hijo.

Tú entendiste lo relevante que era eso, y entonces me enteré de todo, que fue mucho más de lo que esperaba. De que tus señores padres estuvieron juntos hasta tu primer año de universidad, cuando descubriste que él salía con otra porque tu hermana lo vio y se divorciaron. Tu señor padre no solo se fue de la casa, sino que se negó a seguirles pagando la escuela o darles manutención. Entonces decidiste que no era justo que, encima de lo que le hizo a tu señora madre, quisiera desentenderse de ustedes, y lo demandaste. No podía creer lo que oía. Al escucharte veía a una mujer de una personalidad asombrosamente fuerte, capaz de volverse la cabeza del grupo de la noche a la mañana cuando las circunstancias lo exigen, dispuesta a pelear por su familia y lo que creía correcto, volviéndose adulta a pasos acelerados en el proceso. Ganaste la demanda y ahora tu señor padre pagaba toda la escuela y les daba dinero mensualmente, pero te ganaste su odio. Desde entonces tu papá no quería saber nada de ti, y tenía más de un año que el único mensaje que recibías de él era para avisarte que ya estaba el depósito. Yo no entendía absolutamente nada. La historia me parecía inverosímil y veía a una mujer que no vislumbré nunca antes. ¿Cómo era posible que después de tantos años de hacerse responsable de ustedes y pagarles todo, de vivir con ustedes y consentirlas, como me contabas tú, de pronto decidiera dejarlas sin dinero y luego no hablarte? Porque estar con otra tipa es una cosa, pero por qué arremetería contra ustedes de esa forma. El perfil que me planteabas no parecía el de un hijo de la chingada que no quiere hacerse responsable de sus hijos y los abandona a los pocos años o baja por unos cigarros cuando el bebé acaba de nacer; tu papá pasó veinte años como padre responsable, al pendiente de sus hijas todo el tiempo, y de pronto parecía haberse transformado en alguien irreconocible. Y esa irreconocibilidad se trasladaba a ti, aunque de un modo completamente distinto, claro está, que acostada hablabas del mundo artificial en el que vivíamos con lágrimas en los ojos y ahora me contabas con la determinación en las manos que le ganaste un juicio a tu señor padre para obligarlo a mantenerte y que su dinero no se lo quedara su nueva pareja. Nunca viste demasiado a tu papá, dijiste, porque es piloto privado y a veces pasa largas temporadas en otro lado del mundo, pero con la separación tu figura paterna desapareció del mapa. Con tu mamá destrozada y tu hermana más pequeña inmersa en sus problemas de pubertad sin saber bien qué pasaba, tomaste las riendas de la casa y te volviste el sostén. Tú mamá se apoyaba en ti, eras tú la que aplicaba mano fuerte con tu hermana para que no se descarrilara. Empecé a entender algunas cosas, como tu referencia al tiempo en que todo estaba bien o tu reticencia a hablar de tu familia, y reubiqué Milán en tu vida. Era tu escape, tu vía de salida, porque lo de tu papá era muy reciente, seguía pasando, y el intercambio era una manera de olvidarte de todo eso al tiempo que dejabas por un momento la responsabilidad que adquiriste, a pesar de que no te correspondía, de echarte a tu familia en los hombros. Quise saber un poco más de los detalles de tu señor padre pero me detuviste en seco: No estoy lista para hablar de eso. Entonces nos quedamos callados unos momentos, y la figura bien plantada frente a los reveses de la vida comenzó a desmoronarse. En su lugar aparecieron unos ojos cada vez más cristalinos, hasta que por más que quisiste no lograste evitar que el rímel de los ojos y las chapas de maquillaje se dañaran con tus lágrimas. Te acosté en mí y de forma contrastante con el brío anterior, que surgió de forma súbita, tu llanto cobró fuerza solo de forma lenta, apaciguada, como si fuera un dolor que también necesitaba recargarse después de mucho tiempo de haberse enterrado, y tomó algunos minutos que tu sollozo empezara a escucharse, pero cuando lo hizo vino acompañado de preguntas para las que no tengo respuesta:

‘¿Por qué lo hizo?’

‘¿Por qué lo hizo?’

Un nudo se enmarañó en mi garganta y solo atiné a meter mi mano derecha entre tu pelo y a apretarte el brazo con la otra. No tenía palabras. Aún no las tengo. No sabía qué decir, no sabía si debía decir algo, si esperabas que lo hiciera, si debía sentirme culpable por presionarte para contármelo cuando tú necesitabas a alguien con respuestas y ahora me daba cuenta que yo tampoco tenía nada con qué ayudar y me preguntaba si estar tocando esa herida tan profunda no estaba haciéndote más daño. Intentaba no moverme, como si eso pudiera mejorarte. Cuando te calmaste un poco y me pediste que nos metiéramos en la cama porque tenías frío me sentí como un imbécil: llevabas minutos llorando y no había sido capaz de decirte algo después de lo que yo te pedí que me contaras.

‘¿Quieres volver a verlo?’, te pregunté al tiempo que te tapaba y ponía tu cabeza en mi pecho.

‘Sí’, contestaste luego de algunos segundos, ‘y perdonarlo’.

Supe que era suficiente del tema para esa noche. Esperé a que dejaras de llorar por completo para volver a hablarte.

‘¿Cómo te sientes ahorita?’

‘Segura. No quiero que se rompa la burbuja, Nicolás’

Ese día, también, recibí un mensaje. Uno completamente inesperado. Era de una chava de Puebla, S., de la prepa, que hace mucho no veía. Lo vi durante la cena, pero dejé para después decidir qué hacer con él:

‘Holiiii’, ‘te extrañooo’

Cuando tus manos perdieron la fuerza con que abrazaban prendí el celular y ahí estaba otra vez el mensaje, sin abrir. Pasó tanto tiempo desde la última vez que la vi que di todo por muerto, y ya ni siquiera tenía guardado su número. Pero S. me escribía luego de varios años con ese tono tan fresco como si apenas antes de irme a Milán nos hubiéramos despedido. Lo seguí viendo hasta que tus suspiros me persuadieron de no abrirlo. Respiré hondo, te di un beso en la cabeza y te apreté más fuerte. Así me quedé dormido.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

Hey you,
¿nos brindas un café?