Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
carlos noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (VIII)

Como que el alcohol alivianó a Fabi. En el pre ya bromeaba con nosotros como siempre. Tú le advertiste a Nacha desde que llegó que tomábamos muchísimo, para que no intentara seguirnos el paso. Jugamos otra vez algo con cartas para empedar. Te veías muy bien. En algún momento te paraste y vi tu escote. Ibas toda de negro. Tu disfraz era, supuestamente, de Gatúbela, pero solo tenías un antifaz. Tu amiga también tenía uno. No tengo registro de qué se disfrazaron Fabi y Laura. Abraham y yo, obviamente, no hicimos el más mínimo intento por conseguir uno. Nacha se veía muy introvertida, no hablaba, pero cuando casi nos íbamos tú fuiste al baño y ella vino directamente hacia mí para decirme que por qué no me animaba contigo. Fabi había bajado con Abraham a pedir el uber. Aunque empezaba a sentirme movido recuerdo que con la mano le dije que todo con calma. Cuando saliste del baño no le importó y me empujó para agarrarte del brazo y ayudarte a bajar los tres pisos de escaleras. Me sentí ridículo, como cuando estás chiquito y te da miedo hablarle a una niña. Además no creí que necesitaras ayuda para bajar, a pesar de que en las escaleras me di cuenta que sí, porque la peda casi hace que te caigas dos veces. Luego subí a ver por qué Laura y Nacha no bajaban. ¿Te acuerdas que te dije que no salieras, que me esperaras adentro del edificio? Fue instintivo, porque no quería que Abraham te hablara, sentía el riesgo de perder el aura de intimidad de los últimos minutos. En las escaleras me di cuenta de que estaba confundido y emocionado. Subí corriendo y vi que Nacha también estaba muy peda, así que la bajamos entre Laura y yo, sosteniéndola de cada lado. Te espantaste un poco cuando viste que bajábamos agarrándola y te dejé con ella y Laura mientras iba a ver cuánto faltaba para que llegara el uber. Pensé que si estaba muy peda tú te dedicarías a cuidarla y ya no pasaría nada entre nosotros. Y Nacha sí estaba muy peda, pero disimuló, se subió a la camioneta al lado de Abraham y tú junto a ella. No quería perder el contacto físico que tuvimos en las escaleras, pero no sabía qué hacer, porque para tocarte tenía que ser demasiado obvio. Lo resolví preguntándote cómo te sentías rozando levemente tu pierna, y cuando lo hice escuché un murmullo de Fabi. Abraham le agarró la mano a Nacha y empezó a reírse de que nos dimos cuenta. Así que ya no sentí ninguna pena de dejar mi mano en tu rodilla. Fabi y Laura solo hablaban entre ellas, acentuando nuestro aislamiento. No sé qué tan peda estabas para cuando nos bajamos de la van, pero lo tomé como pretexto para agarrarte de los hombros y no soltarte. Mi plan era que entráramos al antro, besarte y estar contigo toda la fiesta. El cadenero nos dijo que teníamos que esperar, aun cuando no había fila, porque llegamos bastante tarde, y ahí me cambiaste la jugada. Fabi nos dijo que quería ir al baño, y yo le dije que la acompañaba, pero me jalaste del cuello y me besaste. No recuerdo mucho ese primer beso, fue el momento en que estaba más pedo y sucedió en remolino. No te esperaste ni un minuto para decirme que nos fuéramos a un baño, y yo solo te seguí, pero no había baños cerca. El bar al que llegamos solo tenía un sanitario y era obvio que no podíamos entrar los dos, por eso te dije que regresáramos al departamento. Mientras llegaba el taxi seguí besándote. A momentos me decías que parara, porque estábamos en público, pero cuando volvía a intentarlo no me rechazabas. Varios ubers que pedí cancelaron. Tuve miedo de que el momento pasara y me dijeras que regresáramos con los demás, así que mentí diciéndote que el uber estaba a punto de llegar. Al final, desesperado, vi que una van de uber dejaba a unos tipos mientras tú entrabas al baño de otro bar y le ofrecí una buena propina por llevarnos. En el uber no me dejaste besarte, querías que te dijera por qué le había dicho a Abraham que te invitara. No sabía que él te dijo eso, y no me gustó, pero ya estaba contigo, seguí dándote besos en el cuello, abrazándote, y te dije que nomás porque quería estar contigo. Ya no tenía un plan. Cuando nos bajamos en el departamento estaba muy acelerado, por eso te dije que nos sirviéramos una última cuba, aunque solo me dejaste tomarme la mitad. Estaba siguiendo la inercia. Antes de que dijera cualquier cosa me advertiste que no tendríamos relaciones. Te dije que estaba bien, porque en realidad cualquier cosa para mí estaba bien en ese momento, yo solo había esperado besarte en el antro, bailar toda la noche.

Lo que siguió fue muy torpe: nos desnudamos y me dijiste, otra vez sin que te lo pidiera, que no me harías un blou; volví a decirte que estaba bien y me puse a besarte por todo el cuerpo, pero cuando bajaba por tus piernas empezaste a decir mi nombre. Primero pensé que era parte de lo que estábamos haciendo, una manifestación de que te sentías bien ahí, conmigo. Nunca había estado desnudo con una niña. Pero la repetición dejó el tono de un ligero gemido placentero que tuvo cuando te besaba el cuello mientras llegaba el uber, y se convirtió en un llamado para decirme algo:

‘¿Qué pasa?’

‘Nicolaaás…’

‘¿Qué pasa?……¿Estás bien?’

No se veía nada, las cortinas tapaban toda la luz que quería entrar por el balcón. Supe que estabas llorando por la humedad de tus mejillas.

‘¡Ey!, ¿qué pasa?’

Apretaste las sábanas contra ti y seguiste llorando.

‘Ey, Ro, dime qué pasa, ¿puedo hacer algo?’

‘No’, dijiste entre un sollozo y otro.

‘Entonces dime qué pasa…’

Me quedé varios minutos agarrándote la cara, de frente a ti aun sabiendo que no nos veíamos.

‘No me quiere’, botaste de pronto.

‘¿Cómo?’

El silencio en el que habías logrado mantenerte se rompió y tu llanto se volvió doloroso.

‘Ro, ¿quién no te quiere?’, pero solo te pegaste a mi pecho y te abracé y me puse a acariciarte el pelo. Cuando te quedaste dormida me levanté a ver que la puerta tuviera seguro para cuando llegaran los demás y me dormí contigo, intentando aprehender la escena: estaba en Europa, estaba en Roma, era de madrugada, estaba con la mujer que me había bateado para besar a otro en Florencia, era octubre, estaba desnudo contigo en la cama, y acababas de decirme que no te querían.

Abrí los ojos antes que tú. En las manos tenía el calor inflamatorio que produce una noche de desvelo y peda, pero había algo más que no me permitía seguir durmiendo. Volteé a verte casi espantado. Estábamos en Roma, el primero de noviembre, despertando en una cama, desnudos, luego de que los días anteriores apenas intercambiáramos unas pocas palabras, y de que me hubieras rechazado antes. Toda la desinhibición de la noche se fue también. Sentía que no tenía ropa e instintivamente me tapé. Quería ponerme los boxers, pero no estaban de mi lado de la cama. El movimiento te despertó. No sabía cómo actuar, Ro, si era algo de un rato o no. Me abrazaste muy normal y me preguntaste cómo dormí. Algo nos hizo reír. Después Abraham tocó la puerta porque necesitaba su ropa. Me paré por mis boxers y tú te volteaste al captar la incomodidad. Luego yo hice lo propio para que tú te vistieras. El resto del día estuve muy nervioso. Mientras manejaba de regreso a Milán repasaba toda la noche anterior, la mañana, buscaba las pistas que me dijeran cómo llegué a eso. La plática de ustedes me era indiferente. En la parada que hicimos para comer te vi unos segundos y me preguntaste qué pasaba. Nada, respondí. Por lo demás, prácticamente no hablamos. Pasamos a dejarte a ti primero, luego a Fabi y a Laura, y Abraham y yo estacionamos el coche. La situación con Abraham fue extraña, un poco tensa. Me contó que Nacha le dijo que se fueran a su departamento porque quería perder la virginidad con él, pero cuando ya se iban se encontró a amigos de su universidad y lo dejó, prefirió a sus cuates. Yo nunca le dije que me iba ni mucho menos le avisé que tendría que quedarse con Fabi y Laura porque me metí al otro cuarto contigo. Abraham nunca dijo nada. Vamos, qué me iba a reclamar si él siempre se iba con alguien sin avisar, pero no le gustó que en Roma se invirtieran los papeles. Antes de dormir te deseé bonita noche y contestaste con un seco Buenas.

Regresamos un miércoles. El jueves no te hablé. Luego me dijiste que ese día te sacó mucho de onda que no te hablara, pensaste que estaba enojado. No te hablé porque no sabía qué decirte, Ro, no sabía si tú querías que te hablara, pero estuve pensando en ti. El viernes le dije a Abraham y compañía que hiciéramos el pre en mi depa. Todos estaban muy emocionados porque Gattorpardo es una iglesia convertida en antro; yo solo quería que vinieras tú. Te escribí con un tono indiferente para protegerme por si no salía bien. Vamos a ir a Gattopardo Abraham, Fabi, Laura y yo, te dije, para que pareciera que independientemente de ti el plan se haría, aunque para mí el plan eras tú. Desde el principio me dijiste que tenías que irte temprano porque al otro día volabas a Edimburgo con tus rumis. A medio pre te dio miedo que se te acabara la pila y me pediste entrar a mi cuarto a cargar tu celular. Cuando ya te ibas a regresar a la cocina con los demás te jalé de la mano en el pasillo y te besé. ¿Tienes memoria de ese beso? Para mí fue la confirmación de que Roma no era una noche, sí querías estar conmigo. Antes de subirnos al tranvía te separé del resto para preguntarte cuándo íbamos a cenar. Quería que supieras que quería estar contigo en otro contexto. El lunes, dijiste. En Gattopardo estuvimos juntos hasta que te fuiste. Reías diciéndome que no cada vez que intentaba tocarte la pierna por debajo de la falda cuando nos fuimos a una silla alejada de la multitud. Te besé mucho. Dijiste que solo habías venido por mí, que solo lo hacías por mí, porque de ahí te ibas directo al aeropuerto y tus rumis se enojaron por tener que llevarse tu maleta mientras tú ibas de fiesta. Seguí besándote. Cuando llegó el taxi te pedí por primera vez que me avisaras al llegar. Te veo el lunes para cenar, eh, enfaticé. Asentiste con la cabeza y cerraste la puerta del coche.

El lunes, desde que me levanté, me dediqué a sopesar la mejor hora para escribirte. Me recordaba todo lo que dijiste el viernes: que fuiste solo para verme, para estar conmigo, que solo era cuestión de confirmar a qué hora nos veríamos, pero no me calmaba. El sábado y el domingo fueron una larga espera del lunes. No quería que habláramos mucho durante tu viaje, pero aun así las manos se me llenaban de piquetes cada que veía el celular y no tenía una respuesta tuya. Hice reservación en la terraza con vista al Duomo. Estaba lleno de emociones, no alcanzaba todavía a procesar lo que pasó en Roma y que todo eso se hubiera confirmado dos días después en mi casa. Tampoco tenía el temple para sentarme a pensarlo con detalle.

‘a qué hora nos vemos hoy?’, te escribí. Lo hice como afirmación para no darte opción y para convencerme a mí mismo de que todo iba bien.

Contestaste ya noche:

‘Hey, recién llegué, estoy recansada’, y después de unos segundos la remataste, ‘solo quiero dormir ya’.

En la misma medida en que esa noche en Roma me tomó desprevenido al grado de no entender, no saber cómo había llegado ahí, y me provocó una turba de sentimientos, tu mensaje fue un madrazo que en la confusión de excitación y alegría por los días anteriores no vi venir en ninguna parte. No me dijiste Estoy recansada, vamos por algo muy rápido, u Hoy no, pero vamos mañana, o solo Mejor comamos mañana, ni siquiera un Perdón reconociendo que el viernes quedamos de vernos para cenar. Ni un dejo de tu efusividad en Gattopardo, de las ganas de verme que decías tener o la energía con que me besaste antes de irte al aeropuerto. Lo acababas de liquidar todo y yo estaba maldiciendo el pinche viaje porque seguro eso influyó, y maldiciéndome a mí por haberme creído todo otra vez, confiando en que algo que llegó tan fácil se quedaría. Llegaste varias horas antes y no te pasó por la cabeza escribirme. A lo mejor fue que hablaste con tus amigas. Te valió madres, lo debí notar, pero ahí estaba en mi escritorio, sentado con la camisa que acababa de ponerme para pasar por ti y las notificaciones del celular recordándome que en tres horas tenía una reservación a la que nunca llegaría.

Nunca lo aceptaste cuando te presioné para que me dijeras la verdad, pero sé que ese día dudaste. No me escribiste y no quisiste ir a cenar porque no estabas cien por ciento segura. Lo confirmé además cuando me contaste sobre el tipo español con el que salías antes de venir a Florencia, y el detalle de que te encargó un encendedor que según esto solo vendían en Reino Unido y tú se lo compraste, aún después de Roma y la noche en Gattopardo. Ya sé que nunca volviste a verlo, me lo explicaste, que lo mandaste a la goma cuando te escribió para pedirte ‘su’ encendedor con el pretexto de verte, y que tú dices que lo compraste sin saber bien por qué, por presión, pero lo compraste, Ro, y yo sé que fue porque dudaste, por eso solo rechazaste la cena sin decir que la moviéramos para otro día. No es reproche, después de todo con él ya estabas saliendo y conmigo solo te habías dado dos veces en la peda. Pero eso no cambia que esa noche me destrozaste. Tenía un ardor en las manos como si estuvieran hinchándose con el calor producido por todas las veces que el cosquilleo apareció en las palmas desde que llegué a Milán. Me sentí timado. A diferencia de veces pasadas, como en Medellín o con la italiana, no había un factor de tiempo que pudiera darme alguna explicación medianamente creíble. En la madrugada del sábado me besabas diciéndome que solo querías verme y el lunes en la tarde me mandabas a la chingada. Eso no tenía explicación. Habías jugado conmigo. No dormí esa noche. Daba vueltas en la cama, atento a las imágenes que mi mente se empeñaba en proyectar.

En mi universidad hasta la carrera de derecho lleva una materia introductoria de matemáticas. Carece de sentido, porque ¿para qué quiere un abogado aprender a derivar?, pero así es. Como muchos la llevan, las clases son grandes, casi conferencias, como de ochenta personas. A M. la conocí en la segunda o tercera semana de clases. Empezamos a hablar por cualquier tontería relacionada con la tarea, seguro una queja compartida sobre la flojera de tener que estudiar. Ella se sentaba justo en la fila enfrente de mí, con otra amiga. Pero a la clase teníamos que llegar temprano porque el que llegara primero se sentaba donde quisiera. Me gustó desde el primer día. En las clases siguientes aprovechaba los minutos esperando a que salieran los estudiantes de la clase anterior para preguntarle cómo estaba, o por lo menos sonreírle cuando su amiga impedía que le hiciera plática. Iba en tercer semestre y no era de Puebla. Vino de Veracruz, como muchos otros, solo para estudiar la universidad. Su familia vivía en el puerto. (Bueno, su mamá y sus hermanos, porque nunca supe nada de su papá.) En las clases, cuando la profesora estaba anotando algo en el pizarrón o hacía una pausa para tomar agua, M. volteaba a verme para hacerme un gesto como de que me pusiera a estudiar o simplemente me sacaba la lengua y se volvía al frente. No había el más mínimo intento por simular que volteaba a ver otra cosa ni le importaba que su amiga se diera cuenta. Yo le sonreía, queriendo retener lo más posible su rostro, y un breve brote de sangre avenía de mi antebrazo a las manos, sin saber cómo reaccionar. Los minutos siguientes ya no podía poner atención a la clase. Sonreía mucho por dentro, como si los jeroglifos que la profesora manipulaba con el gis fueran maravillosos, como si yo fuera un gran matemático admirado por la belleza de lo que podía hacerse en ese juego formal, pero mis ojos seguían recorriendo la espontaneidad de su gesto volteando a verme, su sonrisa que le hacía brillar las pupilas o la picardía molestona con la que me sacaba la lengua. Quería acordarme exactamente de cómo había ocurrido, confirmar varias veces que lo hizo para mí exclusivamente. Luego recordaba, a veces hasta repetía ligeramente el gesto con el que yo le había respondido, para evaluar que no lo hubiera hecho mal, y por último volvía a recorrer su rostro, para corroborar que acertaba al asumir que algo así no podía tener solo un puro interés de amistad, sino que algo tenía que estar interesada en mí, de alguna forma similar a la que yo estaba interesado en ella, para que volteara así, sin ninguna necesidad, solo para establecer contacto conmigo. Güey, estás de acuerdo que nadie te voltea a ver cada clase así nomás porque sí, ¿no? Algo le tengo que interesar, ¿no crees?, le decía a un amigo que iba en la clase, solamente para calmar mis ansias y escuchar lo que me urgía confirmar en boca de alguien más. Qué ridículo me vi haciendo eso. Pronto M. empezó a preguntarme sobre cosas que no entendía en clase, y como vio que respondía sin problema, cuando llegaba y estaba su amiga le decía que yo era muy bueno y que cualquier duda podía resolvérsela. En las tardes, sobre todo cuando había sido día de matemáticas y M. había volteado a media clase, me quedaba un buen rato en mi cama pensando en cómo sería cuando empezara a salir con ella. El lugar era difuso, solo era claro que había sol y cielo despejado. En la escena siempre estábamos caminando, en Sonata, en la rueda de Puebla, en Angelópolis. Yo decía algo, que nunca sabía qué era, y ella se reía, reía con el pudor pueril de estar con la persona que te gusta. En seguida nos agarrábamos de la mano, sin dudas, sin ningún momento incómodo, con la misma naturalidad con la que ella volteaba a la fila de atrás para confirmar nuestra relación, y seguíamos caminando, hasta que nos sentábamos en una banca, y ella acercaba su cara mientras sonreía igual que lo hacía al verme. Su pelo negro hasta los hombros contrastaba mayestático con su sonrisa. Nuestros labios se acercaban mucho, sí, pero nunca llegábamos al beso, lo que importaba era la alegría de la sonrisa que yo provocaba y su felicidad por estar conmigo: la alegría mía de estar con ella. Cuando era fin de semana me imaginaba en dónde estaría, si habría regresado a Veracruz con su familia o si estaría en Puebla y podría escribirle para vernos, pero no me atrevía. Me di cuenta de que estudiar podía ser la vía para hablar más con ella. M. había reprobado la materia el semestre anterior, estaba muy estresada, tenía que pasarla. Yo estudiaba lo que íbamos a ver antes de cada clase para aparentar todavía más y no tener otra cosa que hacer en el salón que verla y esperar a que volteara o me preguntara algo. Hacía ejercicios extra para poderle explicar lo que sea que no entendiera. Estaba esperando a que dijera que fuéramos a estudiar juntos, o que solo sugiriera que necesitaba más ayuda, que no entendía, para ofrecerme a ayudarle fuera de la escuela. Lo hizo dos semanas antes del primer examen. Le pregunté cómo iba con el estudio y dijo que mal, no entendía muchas cosas y tenía que correr a ver al profesor de otra materia luego de la clase, así que no podía quedarse como otras veces a que le explicara. Le dije que fuéramos otro día de la semana a estudiar en un café. Sí, sí, por favor, respondió inmediatamente, como si hubiera esperado esa propuesta mucho tiempo. No me vayas a dejar plantada, eh, dijo antes de irse corriendo al terminar la clase.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

Hey you,
¿nos brindas un café?