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Obra de Ximena del Cerro
Obra de Ximena del Cerro

Rosario (VI)

Los exámenes parciales estaban a la vuelta de la esquina. No había estudiado mucho, tampoco me preocupaba. Estaba en un limbo. En mis caminatas a la Bocconi intentaba leer mi libro en italiano para subsanar las clases a las que falté, solo para comprobar, siempre luego de dos oraciones, que ni siquiera tenía las bases para medio entender algo por mi cuenta. En las clases me quedaba viendo la ventana si el salón estaba lleno y el profesor no iba a darse cuenta, o algún punto arriba en el centro del pizarrón, como con Le Barbanchon, donde no éramos más de veinte y era muy obvio si dejaba de ponerle atención. Pero no estaba viendo nada, me quedaba pensando en qué hacía allí, en cuál era la siguiente cosa que debía intentar, cuáles mis objetivos. La soledad provoca el monólogo interior. Cuando estaba más chiquito recuerdo bien que siempre quería algo concreto: quería que terminara la escuela para irme a mi casa, al llegar quería terminar pronto la tarea para jugar Xbox, y en el Xbox quería pasar todas las misiones para acabar el videojuego. Aún más chico siempre tenía en mente el siguiente juguete que quería que mis papás me compraran, y eso me podía tener motivado durante meses, porque en general los regalos solo llegaban en Navidad, con los Reyes Magos, o cuando terminaba el año escolar, con las vacaciones largas del verano. Desde que esas cosas dejaron de interesarme creo que no hubo otra que realmente me moviera además de la idea de estar con una niña. Me gustaban otras actividades, sí, ver partidos del Puebla con mi señor padre, jugar padel a veces en el Parque España II, que vinieran mis primos a la casa el viernes o sábado en la noche para ver videos o escuchar música que ellos me enseñaban, pero nada de eso me apasionaba, nada me hubiera alcanzado para encontrar sentido en la vida.

En general me mimetizaba: si a mis cuates del momento les encantaban las cartas de Magic o Yugioh yo pedía eso de regalo para jugar con ellos; si la moda era el futbol me metía unos meses a entrenar con algún equipo chafa y encontraba la posición más fácil en la que nunca tuviera algún papel importante. Cuando la moda cambió en mi escuela a un taller de fotografía rogué hasta que conseguí que me compraran una cámara medianamente profesional para ir con ellos, pero todo quedaba arrumbado al mismo tiempo que la moda pasaba, o antes, porque me aburría e iba separándome. Mis cartas especiales de Yugioh quedaron tiradas en los cajones, dejé de usar la cámara Nikon y los guantes profesionales Nike para portero de doscientos dólares terminaron secos y cuarteados. Cuando la onda se tornó en probar el cigarro, ir a quince años y empedar, lo hice. Lo mismo que después fumaría mariguana, sin mayor entusiasmo que la desgana tocada por una pizca de esperanza por ver si eso me hacía sentir algo. Ahora no tenía ningún siguiente paso. Ningún deseo inmediato, ninguna línea clara de adónde ir. Los caminos que creí claros se me desbarataron uno por uno, todos en Milán. Me atropellaba la imagen de un hámster cuya rueda se rompe mientras corre y sube inmediatamente a otra para seguir corriendo, pero no se da cuenta de su fragilidad y esa rueda también se rompe y el hámster cree que si corre más rápido va a llegar a donde quiere usando la siguiente rueda, pero esa es todavía más endeble y se desploma apenas sube y entonces queda tirado, agotado, viendo que ya no hay más ruedas para correr o vida por vivir. Los profesores de pronto hacían una pregunta que dejaba a todo el salón en silencio y ese descobijo me devolvía a la intención siempre fallida de poner atención. Descifraba un poco el hilo de las garrapateadas del profesor en el pizarrón o en sus diapositivas y a los pocos minutos me ponía a bostezar, pero entonces ya no regresaba a esos pensamientos sobre mi rumbo que por mucho que me mantuvieran sentado me inquietaban. En un esfuerzo por bloquear eso, y bloquearlo sin decírmelo, me quedaba perdiendo la vista en algún detalle sin forma, sin ver realmente ningún objeto, cerrándome la mente con la voz del profesor y los intentos por visualizar la siguiente cosa en mi agenda, que tenía que ser tan clara como todos los motivos previos en mi vida, a pesar de que en ese momento no pudiera recordarla. También se está solo entre los hombres.

Fui con Laura y Abraham a Turín un fin antes de los parciales. Fueron días en piloto automático. Fabi estaba en Turquía con otra amiga. No perdía ningún momento para ‘conocer’ otro lugar, aunque fuera de un día a otro. Fue quien más viajó. De lo que recuerdo también estuvo en Polonia, Alemania, Francia y Croacia. Abraham solo fue a España y Alemania, yo apenas a Lugano y creo que Laura no salió de Italia. Un viernes nos vimos los tres para tomar vino, comer jamones y queso en Navigli. Recordándolo, se me hace raro que no hubiera peda ese día o algo mejor que solo nosotros tres en el Darsena. Al día siguiente nadie parecía muy ocupado y fuimos a ver Turín. Subimos al monte Cappuccini, desde donde se veía muy bien el río Po y gran parte de la ciudad. Laura nos pidió que le tomáramos fotos antes de caminar a la torre saliente que nos atrajo en el paisaje. Era la Mole Antonelliana. Impresionó a Abraham porque la construyeron para ser sinagoga y los templos judíos, explicó, no suelen ser ostentosos por fuera. Ahora era museo y estaba cerrado. Cerca de allí, Laura notó que los bebederos en las plazas tenían la cabeza de un toro, según ella por Torino, pero yo recordé los bebederos en Milán, los Draghi, que no tienen relación con el nombre, y lo busqué en internet para confirmar que Torino no tiene que ver con toros, sino con la gente Taurini. (Deprimente: eso es todo lo que aprendí de Turín.) Después comimos, platicamos de que era mucho más bonito que Milán, y regresamos a Lombardía.

No estudié mucho para los exámenes, Ro. No tenía porqué, tú tampoco. El material era sencillo. En eso nos entendíamos a la perfección. Venimos de universidades mucho más exigentes que la Bocconi; platicamos de lo decepcionante que fue darnos cuenta del nivel tan bajo en Milán y sin embargo el prestigio de nuestras universidades es nulo comparado con la Bocconi, pero nunca nos detuvimos a pensar que esa flexibilidad fue la que nos permitió pasarla tan bien ese semestre y estar tanto tiempo juntos. No creo que recuerdes los detalles de esos días de exámenes. Era una semana y media, pero yo, lo mismo que Abraham, Fabi y Laura, solo teníamos exámenes la primera semana. A ti seguí viéndote de repente en la clase luego de Génova, pero evitaba voltear para no tener que saludarte. Me extrañaba que cuando te quedabas con nosotros a preguntar algo al final de la clase me saludaras con normalidad, hasta alegría, diría. De hecho, recuerdo cuando un día me preguntaste si me iría de vacaciones tras los parciales. Incluí a Abraham en la plática para que no fuera entre nosotros dos y te dijimos que estábamos viendo si ir a la Toscana y a Roma. Yo también quiero ir, dijiste, y de inmediato me volteé para que el profesor me explicara algunas cosas; luego me fui. Algo en mí se rio un poco. ¿A quién le hablabas? ¿Lo decías en serio?

El viaje a Roma es una de las cosas que juré que no se haría. Una de esas que uno siempre dice, sí, hay que hacerlo, hay que armar un viaje a tal lado, pero todos saben que jamás sucederá, porque nadie está lo suficientemente interesado como para organizarlo, y si alguien lo está es muy probable que los demás no tengan las mismas ganas e inventen que no pueden. Pero Laura y Fabi empezaron a organizarlo y Abraham quería ir y no es como que yo tuviera muchos planes para esos días. El miércoles, saliendo de un examen, me quedé en la escuela con Abraham para ver los detalles. Nos sentamos en el pasillo principal de Sarfatti. Ya sabes dónde: detrás de los leones que nadie cruza por la leyenda sandia de que si lo haces no te gradúas. Tú no ibas a graduarte de la Bocconi pero igual seguías la tradición, y me decías que no lo hiciera cada que me veías caminando por ahí.

Abraham me aseguró que Fabi ya tenía los hoteles; solo faltaba saber cómo nos iríamos. Propuse que fuéramos en tren porque era más barato y no había que preocuparse por estacionamiento ni gasolina, solo llegar al lugar y moverse en transporte público, a lo mucho pedir un taxi. Pero Abraham quería irse en coche. Hasta entonces la idea del viaje no me parecía más atractiva que la idea de quedarme en Milán todos los días de vacaciones, y si iba era solo por hacer algo, por seguir la idea de que uno va a Europa un semestre para viajar y conocer los lugares que todo mundo admira. ¿A qué niña iba a poder conocer en ese viaje? Además, el hecho de que fueran Fabi y Laura podía perjudicarme si le hablaba a alguien. Era un viaje perdido para mis intereses, una anécdota menor para contarle a mis papás sobre las ciudades que visité. Le expliqué a Abraham que un coche era mucho más caro, y además había que ver dónde dejarlo, pagar gasolina y chutarse la manejada de carretera para llegar y levantarse temprano al día siguiente. Él ahuevo quería el coche porque decía que el ambiente estaría mejor si íbamos todos metidos con música en la carretera; quería un ‘roadtrip’. Se puso a buscar coches por internet hasta que encontró dos que no estaban tan mal, pero seguían siendo muy caros para cuatro personas; solo si lo dividíamos entre cinco convenía.

Mientras él revisaba precios en su celular me quedé viendo los leones de metal de Sarfatti. Supuse que Fabi podría invitar a alguna de sus amigas, pero ninguna me atraía. Le insistí a Abraham que mejor en tren y repitió que mejor un coche. Déjame pensar, ¿quién querrá ir?, dijo pensando en voz alta. Su pregunta destapó tu imagen haciéndome plática mientras esperaba que Le Barbanchon me atendiera: tú dijiste que querías ir. Ya no tenía nada que perder, Ro. Y ya no te estaba esperando, ni a ti ni a nadie, o sí: a alguien, que no eras tú. Me hizo gracia la mera ironía sobre la posibilidad de que vinieras. Tenía un difuso resquicio de esperanza: contigo el viaje se volvería más interesante; si no, me quedaba exactamente igual. Pero yo no podía invitarte, no podía escribirte. Tenía que ser indirectamente, como si yo no hubiera tenido nada que ver. Abraham estaba terco con rentar el coche, pero no tenía a nadie que se uniera al plan, y yo le dije que solo lo pagaría si íbamos cinco. Como seguía de necio le recordé de la forma más casual que pude que tú querías ir, y mentí diciendo que pediste que te escribiéramos cuando armáramos el viaje. Si él quería el coche, que te invitara. Abraham no sabía absolutamente nada, pero para asegurarme le dije que yo no tenía tu contacto. Sabía que la posibilidad era mínima. Tú no conocías a Fabi ni a Laura, a nosotros solo de saludarnos en clase, a mí me habías bateado muy tajante y después me contaste que hasta el hecho de no ser del mismo país te hizo dudar. Pero en lugar de decirle que no a Abraham le preguntaste quiénes iban, cuál era el plan, en dónde nos quedaríamos, etcétera.

En la noche Abraham nos escribió para decirnos que estabas dentro. Mi alegría y sorpresa se combinaron con un poco de celos. ¿Cómo te convenció? ¿Hablarían de algo más que solo detalles del viaje? Nunca pregunté, lo importante es que ibas.

La mañana del viaje fue desabrida: menjurje de nervios y entusiasmo. Jamás había viajado con amigos, y ahora, encima, era estar a cargo. Tu suéter beige no cuadraba con el Milán nublado y la plaza del Duomo desierta a esas horas, excepto por la camioneta permanente de los carabinieri que infundaba siempre más temor que certeza. Estoy seguro de que te acuerdas del quilombo que armaste cuando nos dieron un coche en el que no cabían cinco personas. Primero me sentí imbécil por no haber reaccionado antes, por ir a secundarte en pedir lo que nos correspondía, pero luego me refugié pensando en la tristeza de los otros tres que no se atrevían a decir algo.

Llegamos muy temprano a Florencia. No podíamos dejar el coche en el centro, ustedes se adelantaron a ver museos y nosotros fuimos a estacionarlo. No sé en qué iglesia las vimos: de Florencia apenas recuerdo que en la galería está el David, que hay un antro que llamado Space Club y que nos quedamos en un departamento de un tercer piso en la plaza de Santa Croce. Y eso último solo porque cuando platicamos en la fila de la galería me recriminaste que no supiera ningún nombre, te repetí el nombre de la plaza y se me grabó. (En verdad, no estoy seguro si fue por eso o si la verdadera razón estuvo en que momentos antes me seguiste a una librería de viejo justo enfrente de la entrada a la galería, y cuando viste que me interesaba por el precio de algunos libros ofreciste avisarme cuando fuera nuestro turno en la fila para que pudiera quedarme más tiempo bobeando. Me salí contigo pero pensando en tu gesto; hoy sé que estaba agradecido.)

¿Te acuerdas qué comimos? Yo no pero estoy seguro de que me gustó. Abraham y yo estábamos sentados en la sala del departamento viendo los techos italianos, Laura y Fabi en la cocina, tú no sé dónde. Habrían sido las tres de la tarde pero en mi cuerpo se sentían como las diez. Luego de la galería y otras iglesias infestadas de personas, intentamos ir a la Uffizi, que tenía una cola interminable. Afuera había algunos tipos ofreciendo pases rápidos por treinta euros, y tu consideraste pagarlos, pero la mayoría del grupo se opuso. Luego de haber comido quería dormir, pero apareciste de pronto con mucho ánimo, con tu bolsa cruzada en el hombro: la Uffizi estaba abierta una hora más ese día, y alguien te había dicho que a esa hora no había cola. Esperabas que todos nos uniéramos al unísono pero yo dije que estaba muy cansando y Abraham hizo una mueca de asco, como si la cosa más evidente en el mundo fuera que es más importante descansar en el departamento en Florencia en lugar de ver las obras maestras del arte universal. Laura y Fabi se negaron a su manera. Hubo un momento de sorpresa en tu cara, en el que tus labios se despegaron, involuntariamente, y dejaste de cerrar el broche de la bolsa con las dos manos, los ojos perdidos, tu peso sobre la pierna derecha, y noté tu mascada atada al cuello con un nudo fino, de lado, y apreté el vaso de vidrio en el que tenía coca y las puntas de los pies contra el suelo, mis pantorrillas se tensaron y volví a ver que la mascada no estaba de frente, no, que el nudo estaba de lado, y me atrajo esa madurez fingida apretada en el nudo que hiciste unos segundos antes, con una fuerza delicada, y quise sonreír y me volví a recostar en el respaldo de la silla al tiempo que confirmaba mi negativa. Tus labios volvieron a cerrarse como de costumbre y avisaste que te ibas y tomarías las llaves para no tocar al regresar.

Sé que quieres olvidar esa noche. No puedo decir lo mismo. Tú sabías que íbamos a salir y Laura te dijo en la carretera cuánto tomamos. Dijiste que también los argentinos toman mucho, pero, en todo caso, nuestras definiciones de tomar mucho son distintas, o tú no eres de esas argentinas. Un rato después de que volviste yo seguía durmiendo en el cuarto. Las sábanas de ese departamento eran como de hotel, de esas blancas y gruesas que se sienten demasiado bien por unas noches pero que sería imposible soportar toda la vida, porque ni siquiera la cara de uno se queda marcada al levantarse, no hay forma de hacerlas propias. Cuando te fuiste me quedé viendo por la ventana, pensando en cuánto costaría tener un departamento así. Seguro fue residencia de ricos una centuria atrás, aunque la remodelación lo hiciera parecer clasemediero, muy acogedor para ser de clase alta. A la hora de despertar supe que ya estaban tomando y fui a la sala, la misma desde donde me negué a ir contigo a la Uffizi. Abraham estaba de espaldas a mí, y los cuatro reían cuando entré. Qué pedo, me dijo Abraham sonriendo. ¿Qué hacen?, dije a todos, pero Abraham asumió la pregunta: Aquí, chupando, ya sin la sonrisa. Creí que me había perdido algo. Esto nunca te lo dije, Ro, pero a momentos sentía una competencia por el dominio del grupo de la que no quería participar, y sin embargo a veces terminaba haciéndolo. Abraham no perdía una sola oportunidad para hablar de sus historias, inverosímiles, a tal grado que muchas veces sospechaba que las torcía tanto como fuera necesario para conseguir que Laura y Fabi (y ahora también tú) se rieran y le pusieran toda la atención. Si lo lograba seguía riendo con ellas, como justo ahora, y yo me daba cuenta de lo ajeno que era a ese grupo. En los pocos momentos en que él llegó mientras yo hablaba con Laura y Fabi, sentí su mirada desplomarse sobre mí con envidia, y a pesar de que no me interesaba en absoluto ser el macho alfa eso me hacía esforzarme para evitar lo más posible que interrumpiera. (Aunque ahí, en Florencia, supuse que había algo más, porque el último martes, saliendo de Starita, Laura le pidió a Abraham que no intentara tener algo contigo durante el viaje, y él, orgulloso de que ella lo reconociera como seductor a través de su miedo, le contestó: ¿por qué no?)

Desperté de mi siesta y escuché sus risas entre gritos de brindis. Tú no tomabas ron, seguro eso jugó en tu contra. Yo, ya lo sabes, tomo ron en México y prefería gastar más para comprar ron en Italia que resignarme al vino. Allá siempre comprábamos Havana Añejo especial, el que vendían en todas las tiendas. El suéter beige que acababas de quitarte era el testimonio de que llevaban más de una cuba. Debo confesarte que, hasta ese momento, parecía que tenías todo bajo control. Es más: hubiera apostado a que el único que no encajaba allí era yo. Tú te acoplaste a la perfección en menos de un día. Pero, cuando vuelvo a pensar en esa noche, veo que no conocías los juegos. Primero te explicamos la pirámide de cartas, en la que a cada turno alguien debe mandar un shot a otro, pero con la posibilidad de ser salvado por una persona que tenga la misma carta que salió. Perdiste muchas veces. Cada nuevo trago amargo de ron puro lo aminorabas con otro de un vino rosado que trajiste de Milán, y te veías cada vez más tranquila y con más color en la cara. Después hicimos una ronda del juego en el que preguntas algo incómodo a otro en voz alta y esa persona no puede responder, sino que debe hacer otra pregunta a otro del grupo. Lo cambiamos muy pronto a preguntas secretas, en las que uno hace la pregunta incómoda al oído. La respuesta, para que sea interesante, tiene que ser un alguien de los presentes. El que recibe la pregunta debe ir con quien es su respuesta y hacerle otra pregunta, de forma que solo el que pregunta y el que escucha saben el secreto confesado. Por eso es de los juegos favoritos para averiguar si la persona que te gusta te corresponde. Por la ventana ya nos había llegado una voz que no entendía, pero claramente, a decir del tono, exhortaba a callarnos. En la segunda ronda inicié y fui a ti para disipar la duda. No tenía problema en que te gustara Abraham, pero había placer en la idea de que vinieras conmigo. En lo que te pregunté hubo las mismas ganas de molestar que tenía cuando le decía a Laura que esa noche dormiría en el departamento de un italiano, sabiendo que su plan era llegar virgen al matrimonio. No lo pensaste mucho: te paraste, y antes de que terminaras de hacerme al oído la misma pregunta que yo te hice Abraham ya gritaba que se tomaba el shot para saber la pregunta mientras Fabi soltaba carcajadas aplaudiendo. Me pusiste nervioso y me sentí fuerte. Luego fingí que no respondería dos segundos y recobré la situación cuando vi que ya estabas por contarlo tú. Me anticipé a tu versión. Les dije que te pregunté con quién te darías, sin mayor explicación, y volvieron a reírse como antes y a gritar esa bulla que los amigos hacen cuando saben que dos personas se gustan. (Mucho después, creo que desayunando cerca de Navigli, me dijiste que tú sí les ibas a decir lo que te pregunté de verdad, y confirmé que hice bien en interrumpirte.)


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