La imagen de la mujer en el pensamiento hispanoamericano ha logrado progresivamente un significado resonante en la derivación artística. En América Latina, dentro de lo que a literatura concierne, nombres como Sor Juana Inés de la Cruz, Soledad Acosta de Samper, Agripina Montes del Valle, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Sara de Ibáñez —por solo nombrar memorables ejemplos— han marcado una pauta que rebasan el riesgo del olvido.
Ecuador, un país marcado por momentos altos de la palabra como la Generación Decapitada y la Generación del 30 y el costumbrismo naciente de los paisajes que fue enarbolado desde el siglo XIX, ha fundado una memoria literaria desde el paradigma masculino, y la obra de mujeres como Dolores Veintimilla de Galindo, María Fernanda Ampuero, Edna Iturralde… ha pervivido en los intersticios de las corrientes del pensamiento ecuatoriano.
La rúbrica de Rosalía Arteaga Serrano se ha abierto vertiginosamente, en las últimas décadas, dentro de ese presente reivindicatorio de la imagen femenina que, no sería para menos, se ubicará —si no es que ahora— en los anaqueles de la literatura ecuatoriana.
Nacida y educada inicialmente en Cuenca, en 1956, ha dejado un testimonio claro de que su figura como educadora y política la incluye en la pinacoteca de los manuales de historia como la primera, y hasta ahora única, presidenta del país; y, más allá de su rol en el primer cargo de la nación hace dos décadas, se ha asumido flamante como escritora: levantamiento que, valga decirlo desde ahora, se ha logrado gracias a las versatilidad, propuesta, innovación, apuesta retórica, cercanía con el lector y el amplio encabalgamiento entre los géneros literarios.
Adicionalmente, debe destacarse que la autora es consciente de la historia y encuentra en su pluma la estrategia para relevar y homenajear esos nombres femeninos que jamás deben borrarse del patrimonio; eso se mimetiza en el compendio de poemas Rosa Carmín, que contempla el pasado desde un espejo revelador y divisa a aquellas mujeres que se niegan a ser olvidadas, aquellas próceres de una libertad que será indeleble, toda vez que el concepto propio de la vida levante sus huestes; por tanto, este trabajo de la escritora ecuatoriana no se configura en esa banalidad en que la obra de arte termina acallada por la vanidad. Ella teje, ante todo, un ejercicio de responsabilidad histórica.
Su trabajo La presidenta, el secuestro de una protesta, publicada en la coyuntura de su mandato, tiene la peculiaridad de reseñar aquella máxima de que la realidad nada la debe a la ficción; pues esta obra es una apuesta testimonial que, bien, se asumiría como una trama abierta, tensa e intrigante de una obra ficticia, si no fuese porque retrata un momento convulso del Ecuador de los noventa. Si no fuese, también, porque la veracidad en este libro es más que diciente, bien podría Arteaga autografiarlo con la pústula de que es una novela con un nombre, incluso, más imponente en estos tiempos que El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, al tratarse de una mujer que ejerce la presidencia de un país; pero no, en este memorial, no hay un Miguel Cara de Ángel, no hay una Camila, ni un general Eusebio Canales: hay personas, personalidades y «personajes» reales con nombre propio.
Pero esto no obedece a una casualidad, no; se trata de un contexto natural de lo que es América Latina… Sí, la misma tierra de lo real maravilloso y del realismo mágico, donde los noticieros narran cuentos reales que exceden lo mitológico.
En los análisis literarios, está la necia costumbre de limitarse a ese biografismo que no agradaba mucho a Hesse: unos autores lo ocultan, otros no tanto; pero, ¿qué obra, por abstraída que sea sobre la vida del autor, no retrata la noción de mundo de este?Ese abigarramiento de la verosimilitud y la experiencia propia no teme ocultarse en la obra de Arteaga: siempre será un ejercicio valiente desnudar el yo, y la escritora lo sabe. Su más renombrada obra, Jerónimo y los otros Jerónimos, dan fe de ello; pues refleja una sensitiva cronología de una despedida, la de su hijo, quien fulgura ahora en la magia de las estrellas y cuya efigie se retrata en los otros Jerónimos, aquellos seres del sueño que llegan para alumbrar el hogar. Esos guerreros bendecidos, quienes, más allá de retos como el síndrome de Down, representan para la autora el estandarte de la familia. Este libro es, ante todo, un pasaje sin fecha de caducidad que lleva a la hechizo del recuerdo.
Otra óptica para percibir la obra de Arteaga es a partir de ese mismo heroísmo que no teme al velo del ego y del que se habló líneas atrás, pero esta vez se surte del carácter cosmopolita de la autora, que se debe a las experiencias y a los retratos de paisajes que se quedan como una bandera de infinitas franjas en su memoria. Eso es el poemario Conjuros, cuyo título da relieve a la insondable facultad que debe tener todo autor: la de nombrar, que en este caso se plasma como una «Nostalgia de lo que no se tuvo, de lo que se soñó, presintió, adivinó, mezquinó, dejó de lado» (Arteaga, 2015, 80). No obstante, divergente a lo que Joaquín Sabina llama «la nostalgia de lo que nunca se vivió», la poeta muestra su admisible afán de vivir, revivir y sobrevivir a la ansiedad que genera visitar un país distinto al propio, pero asumiéndolo como propio y con la promesa de volver, toda vez que este minúsculo instante que pasamos por la vida es un pasaporte hacia las latitudes sempiternas del yo: la autora está al tanto, y esta compilación lo muestra, que viajar es una forma de seducir la eternidad.
Arteaga Serrano, R. (1997). La presidenta, el secuestro de una protesta. Quito, Edino.
(2011). Jerónimo y otros Jerónimos. Quito, Velásquez y Velásquez Editores.
(2015). Conjuros. Quito, Velásquez y Velásquez Editores.
(2015). Rosa Carmín. Quito, Grupo Editorial Norma.