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Photo by: 白士 李 ©

RODOLFO

Las aguas turbias del delta no descansan. El rumor brusco golpea, infinitamente, la barranca. La casa de chapa y madera es el refugio de mi amigo y sus hijas. Aunque ellas no vienen siempre, conocen cada rincón de la casa. Y yo sólo he estado dos veces antes. Quizás para no repetir lo de siempre Rodolfo me ha invitado a pasar el fin de semana. Si estuviera solo seguro que se encerraría a escribir.

Es de mañana y las niñas, presurosas, corren cerca del río. Rodolfo, silencioso, paciente, suspira pero no dice nada. Yo sé lo que pasa. Pero no digo nada. Una de las niñas se acerca y mira los anteojos negros de su padre. Luego se va. Y corre con su hermana al lado del agua. Desde acá se escuchan los pasos pequeños y las vocecitas que se confunden con el rumor imparable del delta. Desde afuera viene esa brisa tenue de las voces hermosas. Están solas, pienso, e imagino sus bocas pequeñas y rojas que se agitan, como mariposas, cerca de la ventana. Pienso: nada saben de las ideas de su padre. Quizás por esos son felices, quizás por eso juegan, tranquilas, al borde del río, con el olor quebrado del delta golpeando sus caras pequeñas.

Sentado, tengo en mis manos el mate. Cada tanto le sirvo uno a Rodolfo. Él, a veces, se detiene, deja la máquina y me mira. Casi no habla. Las niñas van y vienen. Pero ahora sus risas suenan, inconfundibles, al lado nuestro. Se acercan a Rodolfo y le piden que les lea un cuento. Y Rodolfo saca las manos tercas de la máquina y levanta en los brazos a sus hijas.

Tengo que decirlo: las niñas a veces se aburren. Pero yo me doy cuenta de que lo quieren. El cuento las alivia. Aunque no lo entienden del todo, el cuento las saca del tedio. Después de un rato se bajan de las piernas de Rodolfo y vuelven a salir y corren en medio del calor que empieza a trepar por las paredes.

Cuando las niñas se han ido, Rodolfo me mira y, sin decir nada, levanta la tapa de un libro y me la muestra. Me sorprendo. Es el Diccionario del diablo. Entusiasta, habla de Bierce como si fuera un mago, un brujo moderno, un progenitor de bellezas inalcanzables. Yo, que lo conozco, sé por qué lo admira. Imagino cuáles son las afinidades. Pero no le digo nada. Me callo y lo miro. Y él no habla. Sólo blande la tapa del libro y mira el horizonte del delta, perdido, silencioso. Pienso: más allá de las voces estridentes de las niñas, reina el sonido opaco del agua, un zumbido profundo y enorme. Siempre ha sido así nuestra amistad, un encuentro hecho de sobreentendidos y silencios.

Mi amigo odia al imperio. Pero eso no le impide amar a Bierce. No hace falta que diga nada. Sé que adora la prosa incisiva y furiosa del norteamericano. En un momento, un golpe desvía nuestras miradas. Nos damos la vuelta. La hija mayor se ha tirado de una silla para llamar la atención. Pero no ha terminado en nada. Rodolfo me mira otra vez, levanta el tomo de Bierce y empieza a leer, en voz alta, como en una misa negra, el inicio, en inglés, de un cuento. Yo no entiendo nada. No sé nada de inglés. Pero escucho la furia de la prosa, la música envolvente y me emociono. Pienso: Bierce es un militar. Y luego lo digo en un murmullo. Mi amigo no me dice nada.

Al rato agarro las manos de las niñas y las llevo afuera. Desde la vereda de madera escucho cómo repiquetean las teclas metálicas de la máquina. Pienso: está escribiendo de nuevo. Siento una envidia del tamaño del delta. ¿Qué haría este hombre si no escribiera?

Las niñas se escapan de mis manos y se acercan a la ventana. Ven que su padre escribe, concentrado, un texto. Y no aguantan. Se meten de nuevo en la casa. Y entonces me acerco a la ventana. Desde el dintel puedo ver cómo una de ellas, la mayor, se cuelga en la manga de la camisa y le pide que la levante. Él se detiene. Deja la máquina, la extensión de sus manos, y la lleva a sus rodillas. La otra niña se queda quieta y le mira los lentes negros. Y desde abajo le vuelven a pedir que lea.

A la siesta, con el sol en la cara, salimos, tranquilos, a pescar en las aguas turbias. Las niñas se quedan en la casa. La pobreza asola, sin pudor, los días de mi amigo. El Tigre ofrece, en su cauce múltiple, la breve felicidad del alimento. Yo tengo una certeza que él nunca me ha dicho: si él no pescara no tendrían comida. Y sus hijas lo presienten aunque hacen como que no lo saben.

Cuando la oscuridad empieza a abrazar el agua, volvemos a la casa. Sólo hemos conseguido un pescado, pequeño, maloliente. Pero para mí no hay problema. Sé que al volver a casa las cosas retomarán el orden. Pero mi amigo vive en esta urdimbre terrible y repetida. Y no dice nada. Al rato, enciende las hornallas y cocina. Sirve el pescado sobre la mesa. Cenamos.

Ya tengo sueño. Y sé que la noche para él será más larga que la mía. Entro y me acuesto. Desde mi cama escucho que las niñas se acomodan entre las sábanas. Y después me llega el sonido del paso de las hojas de un libro. El murmullo de la voz sentencia en la pieza. Mi amigo, Rodolfo, Rodolfo Walsh, lee, a sus hijas, al borde de la cama, el Diccionario del diablo. Ellas, las más candorosas, se ríen. Rodolfo apaga la luz y sale del cuarto. Se sienta en la mesa y agarra la máquina. En el silencio nocturno del agua, las teclas proclaman un bullicio metálico. Entonces, supongo, sin desánimo, que las niñas ya han cerrado los ojos.


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