Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
daniel campos
Photo by: Liam Moloney ©

Rituales de transición en San José

Mientras recorro mi jardín en esta mañana soleada y solitaria recuerdo aquel diciembre en San José, hace tres años. Había regresado de Brooklyn para festejar el fin de año. Para adaptarme había recurrido a algunos de mis rituales josefinos.

Cada día disfruté de mi jardín: de las orquídeas moradas, las pasifloras de ardiente rojo pasión, las rosas magenta y amarillas.

Cada día me deleité con las comidas en familia. Almorcé «casados», es decir, el plato tico tradicional y cotidiano: ensalada, vegetales, arroz, frijoles, pescado, yuca y plátano frito.  Y cada tarde tomé el café de las cuatro, acompañado de tertulia familiar.

El primer sábado desayuné en Feria Verde con mi familia. Yo pedí mis típicos “gallos” (picadillos de arracache y de papa en tortilla de maíz) acompañados de café negro, humeante y aromático. Luego paseamos por los puestos artesanales y saludé a Ana Catalina, la diseñadora de arte y vestimenta de Diwö.

De la Feria Verde me fui a mi querido Cine Magaly, la mejor sala de cine-arte de San José. Allí vi Roma, de Alfonso Cuarón, en la gran pantalla. La película me conmovió y me recordó a Erlinda, la mujer que acompañó y cuidó parte de mi niñez y la de mis hermanas, como antes la de mi papá en casa de mi abuela Dora.

Ese lunes leí y escribí todo el día en mi apartamento, disfrutando de la deliciosa y abundante luz tropical que entraba desde el jardín.

Aquel martes me incorporé a la disciplina de entrenamiento en la Escuela de Natación de Montelimar. Mi compa Isa estaba en la recepción y Ana Julia de entrenadora. Sentí deliciosa el agua en un día de sol veraniego. Pero ese entrenamiento me costó resistirlo, no había regresado en plena forma de Brooklyn. Ana Julia lo notó y me perdonó el último ejercicio arduo, cambiándolo por uno más suave. Pero el jueves, cuando volví, me exigió un entrenamiento más fuerte. Lo aguanté y me sentí bien. Hice un propósito para el año que llegaría: entrenar para nadar en torneos de aguas abiertas, en mares y lagos.

También visité a mi abuelita Luz, quien mientras se comía su “gallo” vespertino (picadillo de papa en tortilla de maíz) me contó muchas historias navideñas de su infancia y juventud. Son historias que quiero narrar algún día. Las apunté en mi cuaderno.

Una mañana fui al banco y después visité en Guadalupe a la señora que fue mi peluquera por muchos años. Ya no tenía pelo que me cortara, pero ella a veces me rapaba. Éramos amigos. Conversamos por más de una hora. Me contó una noticia muy dolorosa. Signo de la vida peripatética: uno se va y cuando vuelve encuentra muchos tipos de noticias. Era importante poder compartirlas, contarlas y escucharlas, aunque a veces fueran tristes.

Conversé por teléfono con otres amigues o les encontré en persona. Les hallé bien: Juan Pa había cumplido años rodeado de su familia, los compas del cole seguían siendo un “despelote” y la gente “murciélaga” había llegado a mi vida para enriquecerla social, espiritual e intelectualmente.

Aquellos eran algunos de mis rituales para sentirme en casa en San José y no extrañar a mi otra casa y a mis otres amigues, allá en Brooklyn.

En cada lugar, procuraba dar gracias por mi vida peripatética.

Pronto llegarían cambios inesperados, profundos, emocionantes, que marcarían estos tres años que han pasado, a veces como el viento, a veces como el agua, a veces como el fuego. Aquí sigo, de pie en esta tierra, sustentado por este jardín.


Photo by: Liam Moloney ©

Hey you,
¿nos brindas un café?