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Retrato de un artista no tan adolescente

Aunque yo escribía versos prácticamente desde que tenía uso de razón, no tenía ninguna conciencia sobre las complicaciones que se derivaban del uso del lenguaje como objeto artístico: el juego con los significados, el uso de frases polisémicas que retaran el sentido de las cosas, el ánimo experimental, en fin, cosas, muchas de ellas, que vendrían mucho después.

Al comienzo se trataba simplemente de dar rienda suelta a unos manojos de palabras organizadas algo arbitrariamente, con la misión de expresar los sentimientos de un joven que, aunque no conocía mucho más allá de los linderos de su vecindario, intuía el sufrimiento de los otros y pretendía curarlo con exabruptos líricos, que abordaban la pureza del amor, la superioridad de los sentimientos sobre cualquier otra urgencia. Pensaba, cándidamente, que eso era un antídoto, que eso aliviaría miedos, ansiedades, cuitas de toda índole. Nunca, como en esta etapa adolescente, me sentí más idealista y quijotesco.

Hoy, ya habiendo traspasado la barrera de los cincuenta, de ese idealismo queda básicamente el recuerdo de lo que pudo ser un programa de vida intencional y potencialmente bueno, pero inviable. En fin. Los años en la universidad me enseñaron la primera lección. Que el campo intelectual era una suerte de campo de batalla. Que tus pares no lo eran tanto si comenzabas a avanzar, a lograr la atención de algunos críticos, si tu trabajo merecía algún aprecio mediático.

Allí comenzó a desarrollarse en mí un sentido del pudor que yo asumí como una misión espartana. Trataba de huir de lecturas públicas, me avergonzaba profundamente tener que hablar en congresos universitarios sobre mi modo de crear, sobre la forma en que construí mi estilo, sobre los temas que me motivaban a escribir. Mi timidez no es tanto social. Soy de los que pueden conversar en un paradero de buses, en la cola de un banco, o mientras espero en la barra del café de moda que llegue mi orden entre decenas de cafeinómanos ansiosos. Pero si se trata de leer en público o de explicarme a mí mismo ahí sí que estamos en serios aprietos.

Primero porque no tengo costumbre, de hecho he leído poemas solo cuatro o cinco veces en veintidós años (mi primer poemario se publica cuando yo había cumplido 28); en segundo lugar porque nunca sé quiénes, entre los presentes en la lectura, están realmente interesados en lo que hago (yo, en mi fuero más íntimo carburo que no sirve para nada). No puedo adivinar placer o desazón en el rostro de cada invitado. Eso me irrita, me espanta, me aterroriza.

Sin embargo, encontré un sustituto magnífico: los ensayos, las crónicas y los textos críticos. Participar en la presentación de un libro en el que yo leeré apuntes de análisis y comentarios sobre el texto es uno de esos placeres que me gustaría repetir diariamente, siempre que me ganara la lotería ya que eso me daría dinero y tiempo para renunciar a cualquier otra ocupación que no fuera leer libros y comentarlos críticamente.

La actividad crítica no me genera tantos pudores ni se relaciona tan intensamente con mi autoestima. Desentrañar un texto, descifrarlo en la medida de mis posibilidades es un acto que me remite a una serie de operaciones: compulsa de datos, rastreo de fuentes y de información contextual, pensar en un balance tomando como base lo dicho por otros, establecer mis propios criterios de lectura. Parece contradictorio: en la crítica, me siento más libre y menos condicionado que en la poesía. En fin, digo yo, mi lado crítico está desprovisto de máscaras; mientras mi lado creador tiene la marca de lo vicario.

Para tratar de salir airoso de este conflicto, le pido ayuda a Viceversa para que al pie de esta confesión consigne el poema “Día de pesca”, que escribí en la soledad de Boulder, Colorado, en un intervalo de mis estudios de posgrado. A pesar de mis pudores, debo decir que el poema me gusta. Ojalá a ustedes también.

DÍA DE PESCA (A modo de crónica)
El mar brama y brama desde su ondulante imperio.
Nada pueden hacer la niebla o el viento contra
esa repetición que parece, por momentos,
la respiración de Dios.

Un grupo de pescadores se interna en su barca y
en su rostro solo se atisba la esperanza de una buena faena.
Su destino, sin embargo, es inapelable: en cuestión de segundos
un furioso lengüetazo se los traga mar adentro.

Las únicas noticias que de ellos se reciben en tierra,
al menos por ahora, son algunas ropas que apenas
visten de rumor nombres sin cuerpos.

Con suerte en unas horas podría aparecer
algún fragmento de la barca, un pedazo de madera
hinchado por la sal y la humedad incesante.

Del mar, en realidad, sabemos poco o nada.
Tan solo que abraza las orillas y a veces
nos devuelve las huellas de la muerte.

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