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daniel campos
Photo Credits: bluesbby ©

Rescate fraterno de una bola de fútbol

El niño rubio de seis años y su hermanita trigueña de cuatro jugaban fútbol a la orilla del Lago Prospect en Brooklyn. Se pasaban la bola entre sí. Él vestía uniforme y zapatos de fútbol. Ella, vestidito de rayas horizontales blanquiazules y sandalias. Se notaba que ella jugaba para acompañarlo y estar con él.

La chiquita intentó pasarle la bola pero la pateó desviada y ésta cayó al lago. Soplaba una brisa fuerte que alejó la bola de la orilla antes de que pudieran recuperarla. Se quedaron de pie mirando como el leve oleaje se llevaba su pelota.

—Muchas gracias —le dijo el chiquito a su hermanita, con un toque de frustración irónica pero sin ser grosero.

Triste, observaba con sus ojos azules como su bola se iba flotando y ella lo miraba como pidiéndole perdón con sus ojos castaños.

—El viento es fuerte. Probablemente empujará la bola hasta la otra orilla y la podrás recuperar —intervine, dirigiéndome al chamaquito.

Me miró esperanzado. Se fue caminando por la orilla del lago, siguiendo a su bola como quien sigue a su estrella. La hermanita caminaba detrás de él. 

Yo estaba en el lago diciendo mi agradecimiento por mi viaje a México y el retorno a Brooklyn. Pero me pareció más importante prestarle atención al drama fraterno.

Conforme la pelota se fue acercando a la orilla opuesta, me di cuenta de que se quedaría atrapada entre las algas. Entonces caminé con calma hasta alcanzar a los chiquitos. Miraban con cierta impotencia como tenían la bola a tres metros de distancia pero no podían recuperarla.

—Necesitamos un palo largo, quizá una rama de árbol que se haya caído —les dije.

Buscamos por separado. Encontré una rama delgada parcialmente sumergida cerca de la orilla. La saqué y me adentré en el lago un metro y medio, caminando sobre un tronco grueso. Estiré mis brazos y con el palo acerqué la bola. La saqué del agua, cubierta de lama verde y babosa. Daba un toque de asco pero la tenía en mis manos.

—Mirá, ya tiene tu bola —le dijo con alegría la niña del vestido albiazul a su hermanito. 

Se acercaron. Le entregué la bola en las manos al futbolista. Me dio las gracias y se fue corriendo. Su hermanita se fue detrás de él muy contenta.

—Tenés que lavarte las manos porque esas algas pueden ser tóxicas —grité. Pero ya se habían desentendido de mí y de la lama babosa.

Los miré alejarse. Yo sonreía. Aún sonrío. En parte por la hermandad reconciliada. En parte por haber rescatado una bola de fútbol, como en mi infancia que en realidad no se ha acabado del todo, por dicha. En parte porque en esos niños el ludismo es vivo y espontáneo. Y en parte porque me recordaron a mis dos hermanitas en San José. Me hacen falta.


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