Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
lara solorzano
Photo Credits: DAVID HOLT ©

Reporte desde la Isla de la Niebla

La niebla inglesa, la niebla earl grey, que inspiró a tantos autores en los siglos XVIII y XIX, podría seguir con su brete de musa.

Un día me preguntaron que cómo me iba en la Isla Gris. Les he dicho que me va bien, pero que ya no es tan gris, ni tan nebulosa como era la Inglaterra en los tiempos de Jack el destripador.

Carol, mi anfitriona, me cuenta que cuando era chica y vivía en Londres, al tomar el bus para regresar a su casa después de la escuela, la masa de niebla era tanta que era imposible saber por dónde iba el bus, de modo que el oficio de Lantern Man (El hombre de la linterna) era popular. El Lantern Man caminaba a medio metro de distancia del bus o automóvil para indicar al chofer hacia dónde ir y si debía detenerse etc.

De hecho era tal el espesor y la densidad de la neblina mitad natural y mitad industrial -gases emitidos por las fábricas- que mucha gente murió intoxicada y de asma bronquial durante los años cincuenta y principios de los sesenta. Definitivamente ya no es la misma niebla asesina, pero todavía conserva cierta densidad mística, o soporífica si se quiere.

Una tarde de esas, de neblina clásica, salimos David y yo a caminar por Braunston un pequeño pueblo rodeado de granjas ovejeras que muchos ingleses ni siquiera saben donde queda o si existe realmente. Nos metimos en los potreros y entre los árboles vimos dos sombras grandes moverse alocadas. ¿Ovejas? no, no eran. ¿Caballos? tampoco, tenían la cabeza demasiado pequeña. Al acercarnos nos encontramos con que eran un par de Alpacas Andinas, que no tenemos idea de cómo habrían llegado aquí. Una negra y otra café. Al percibir nuestra presencia se alejaron y se asentaron bajo un roble, las dos bien juntitas. Bajo otro árbol cercano habían dos cerditos acurrucados y entre los dos árboles en un hueco en la tierra tres gallinitas bien pegaditas una la otra. Una verdadera lástima no haber tenido la cámara en ese momento. Luego me enteré de que las Alpacas eran las “exóticas mascotas” de un ovejero con millones de libras esterlinas en el banco.

No cansados con cuentos de nieblas y tinieblas, me pidieron les contara, al cortito, sobre la niebla eslovaca.

Sin importar donde haya vivido siempre he tenido la fortuna de tener ventanas grandes, muy probablemente para que cuente lo que veo a través de ellas. En mi pequeño apartamento en la que fue mi ciudad Banská Bystrica tenía dos ventanas bastante grandes y sin cortinas. Mi cama daba a una de las ventanas desde donde podía observar los edificios de al frente con su ventanas, sus gentes asomadas, y la intermitencia de sus teles. En la noche a veces entregada al oficio de pensar que será de la vida, del infierno, o de qué ponerme al día siguiente, me gustaba ver como se iban apagando las luces hasta que sólo quedaba una en el quinto piso, probablemente alguna estudiante desvelándose. Y al levantarme en las mañanas me gustaba ver cuando se iban encendiendo las lucecitas de nuevo, porque las mañanas, el proceso era al contrario pues el sol salía después de las 8:30. Pero me sorprendí una mañana en enero cuando el invierno estaba en su clímax: desperté y no veía los edificios de enfrente. Sensación de que se habían desenraizado del suelo blanco y se adentraban en el mundo cúmulo-nímbico. Quería salir corriendo a preguntarle a mis vecinos que sucedía, pero lo pensé mejor y respiré profundamente, estiré mis brazos a los lados arqueé la espalda y creí levitar junto con el edificio. Sin embargo, se trataba solamente de una magnífica y gruesa nube de neblina que tardó en disiparse. Al lado de mi otra ventana estaba la mesita y ahí desayuné -café con trubyčky -disfrutando la niebla, y leyendo a Alejandra Pizarnik hasta que se dejaron ver las luces de los edificios en frente en calle Tulska número 22.


Photo Credits: DAVID HOLT ©

Hey you,
¿nos brindas un café?