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Manuel Adrian Lopez
Manuel Adrian Lopez

Reorganizarse

Fue colocando ladrillo por ladrillo donde entendía que debían estar. Volvió a comer las comidas que le gustaban y a la hora que fuera. Anhelaba el verdadero silencio, no el impuesto por falta de que decir. Emprendió camino con espada en alto.

Desempolvó cacharros, objetos que habían sido guardados en el fondo del armario. Hibernaban. En realidad esos objetos nunca habían salido a la luz porque no se sentían en armonía con lo que sucedía a su alrededor. Encontró cintas rojas y por intuición se las lanzó a la gata que en otro momento se hubiera rebelado. Reposaron en su cuello y no las rechazó. Cintas rojas, sedosas en contra del mal de ojo.

Adoraba el color rojo, aunque solo una vez tuvo calzoncillos rojos. Los compró en una tienda en Lucca el último día del año 2010. Los italianos dicen que uno debe llevar ropa interior roja para despedir el año. Él siguió las instrucciones, aunque le añadió un toque de su folclor caribeño. En el baño que preparó, echó miel, flores blancas y cidra italiana. Dice que fue una de sus mejores despedidas de año, excepto este último en Cabrini Boulevard en casa de una poeta armenia. Esa noche, como ya ha dicho antes, no volvió a sentirse triste cuando llegó la hora de comerse las uvas.

Venían cambios, tormentas de nieves que arrasarían con la infelicidad.  A unas semanas de llegar la primavera se aparece Stella. No lo entendía. Se detuvo a pensar. Claro, es la última tormenta para terminar el ciclo, para limpiar todo lo que ha quedado rezagado.  Abril promete ser el mes menos cruel del calendario esta vez. 

Amaneció charlando con un amigo que se asomaba desde el sur.  Prometieron encontrarse pronto mientras escuchaban la Vía Láctea.  Tararearon la letra de la canción,  uno tomando brandy, el otro una cafetera de ocho tazas.  Recordaron aquel encuentro en Park y la treinta cuatro, subir a un tren equivocado y viajar, hablando y hablando hasta darse cuenta que estaban perdidos.  Esos esporádicos chorros de libertad recordándole que aún estaba vivo.

La nieve pega duro contra las ventanas.  Le obliga a recordar señales.  Todo es mucho más claro ahora que lo repasa. No quiso darse cuenta. Le construyó un personaje más, un personaje de cuento, un personaje que nunca terminó de construir. Se culpa por cometer los mismos errores. Le envía mensaje al psicólogo diciendo que es imposible salir con ese mal tiempo. En realidad debería ir al psicólogo todos los días. Debería reprogramarse, para nunca más acceder a tener una vida que no le corresponde. O por lo menos saber identificar lo que no quiere en menos tiempo.

Sigue envuelto en las escenas sepias que asaltan. Puede volver a oler la colonia del francés que en plena Lexington lo abrazó. De esos dos abrazos en adelante, supo que no podía volver a la incomodidad de una vida a medias. Era urgente que empezara a cuestionarse cada minuto de su vida. Debía mejorarse en todos los aspectos.

Encontró un buen doctor y este lo recomendó con el psicólogo, argentino y guapísimo por cierto. De ahí paró en un dermatólogo en el East Side, con unas ideas muy diferentes sobre lo que sucedía políticamente. Eso lo sedujo y se quedó. Sus pies van mejorando a pasos agigantados con un medicamento que el seguro médico no cubre, pero que el doctor le ha ido regalando. Ha movido toda la casa. Las paredes tienen colores nunca antes aceptados. La cama ahora no está enmarcada en lo habitual. Flota en una nube, suspendida en amaneceres por llegar.

Cada día se tropieza con un extraño, o a veces ni tan extraño e imagina que es un novio de estreno. Se ha confesado con el Niño de Praga y le ha dicho al oído el tipo de hombre que le gustaría conocer. No le interesan los plátanos maduros, quiere falafel o humus, hasta un Lahmajun pudiera ser. No pueden volver las concesiones. ¨No se puede dejar de ser quien uno es¨, le dice una señora con diente de oro mirándolo a los ojos en el elevador de Dyckman. Se pierde en la muchedumbre que espera el tren, pero él sabe apreciar el mensaje.

Persiste el blanco que ahora cubre la escalera de incendios. Ese esmalte que esconde lo marrón, lo feo, lo oxidado, lo bello; absolutamente todo. Es una limpia final para acabar con los desechos. Ahí van enterradas cada una de las herramientas que intentaron entorpecer su cabeza. Su cabeza no le pertenece a nadie; es suya y permanecerá despejada sobre sus hombros.


Photo Credits: Thomas Hubauer

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