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renan arango
Photo Credits: Michael ©

Renán Arango no quiere volver

Renán Arango se niega a regresar a Colombia. Ha perdido el nombre de las calles y se han borrado los rostros de sus primos. No reconoce los signos del tiempo. Ciertos amigos de la escuela se han muerto y su ex mujer se ha hecho lesbiana y no reconoce el pasado amoroso.

Sobre la calle 42, antes de la Sexta avenida, me dice que en una caminata por la misma calle, cuando ya estaban separados, la cruzó por azar y él le gritó que la amaba. Ella se dio la vuelta y lo miró como si estuviera ciega, como si fuera otro. Fue un puñal de acero en la noche alta, una espada de hierro en la neblina del dolor. Renán se ríe, lejos del pasado como una bruma o como una clepsidra de lo perdido.

Antes de salir, estamos sentados en el hall de la esmerada biblioteca municipal. Afuera, la lluvia lenta y copiosa hunde las huellas y reubica las piezas tímidas de un ajedrez imposible: el nombre del pasado.

Renán se niega a volver. Su ciudad original es otra, una máscara de cemento, una bandada de pájaros la ha tapado con su manto de sombras. Ha perdido Colombia como se pierde la noche para siempre.

Renán vive solo en un cuarto estrecho y aislado de la Setenta y seis. Dos pisos en alto y las escaleras son el foso de su desprotegida fortaleza.

Unos meses atrás tuvo un strocke, un ataque súbito y fatal. “Usted se salvó porque tuvo suerte”, le dijo el médico que nació en Creta.

Renán dice Creta y el minotauro corre mustio en la Quinta avenida, los corceles se suben a los rascacielos, los helicópteros zumban entre las sirenas infinitas y la lluvia eterna.

Estuvo internado cuatro días sin comer. Vio la noche: sintió la oscuridad como todos y pensó que era el fin. Una mujer desconocida lo visitó entre las telas escuálidas que recubren los esqueletos de las camas.

“No sé quién se apiadó de mí. Eso fue el infierno”, dice Renán y el fuego enciende los ojos en el hall blanco y municipal. “Después del hospital, volví al departamento arrastrándome. Ponía las manos en las paredes, me apoyaba en las escaleras. Me metí en la cama: quise levantarme para escribir. Era sábado. El techo giraba sin sosiego. Me quedé horas en la misma posición. No sonó el teléfono: no encendí la computadora. Fue como si estuviera muerto”.

El último día en Manhattan caminamos por la ladera oeste del Central Park. Rodeados por los árboles helados y raquíticos, nos despedimos. Veo en sus ojos el hilo del inicio y del fin en un ciclo. Hace los pasos como un ángel y su voz se pierde en elucubraciones sobre la muerte.

Renán no recuerda el contorno de las calles de Colombia. Puede caminar ciego por las veredas de Nueva York.

Nadie lo visita. Él no quiere ver.

Renán es el último ermitaño pagano.


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