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Manuel Adrian Lopez
cronica urbana

Remedios para los malestares

Debió suponerlo antes de abrir su boca. El regreso a la aldea siempre trae consecuencias desagradables. Volver se ha convertido en algo mucho más difícil cada vez. Se descompone. Todo le entra por la boca. Esa boca que debe permanecer cerrada, cocida con soga. Luego la sangre envenenada hace su labor y saca los desechos, saca todo a su paso, y sí, siempre termina limpiándolo.

Se preparaba para irse un sábado y volver un domingo a la capital del sol, a la ciudad del dolor. Todo se vino abajo una tarde. Caminaba por la 7ta avenida hasta la 35. Andaba metido en el tumulto de la hora pico intentando llegar a tiempo a su cita. En el lobby del edificio sintió algo raro moviéndose dentro. No supo identificarlo o no quiso darle importancia. Llegó a su cita y todo marchó exitosamente. Al despedirse sus piernas tambalearon. Un descenso le vino encima. En el elevador volvió a sentirse mal y al salir del edificio en busca del tren sintió que se congelaba de frío.

Sentado en el A rumbo al Alto Manhattan iba titiritando. Miraba a su alrededor y las personas no parecían padecer de ese exagerado frío que él sentía. Al llegar a la parada 190, le tomó un tiempo pararse y emprender camino. Temblaba mientras caminaba rumbo a su casa. Una gigante nube se había hecho dueña de sus ojos. No distinguía los rostros, ni las calles y no lograba descifrar ruido alguno. Deambulaba en cámara lenta hasta llegar a la esquina de Broadway con Ellwood y ahí dobló por inercia, en realidad no sabía lo que estaba haciendo. No recuerda como pudo subir hasta el segundo piso donde vivía, ni recuerda abrir la puerta.

Fue directo a la ducha. Sintió que un buen baño le quitaría todo ese malestar. Después se puso doble pijamas y se metió debajo de tres colchas. La gata lo observaba con cuidado. Estuvo de guardia todo el tiempo a su lado sin moverse. Tarde en la noche oyó que entraba un mensaje en su celular. Un mensaje que había estado esperando el día entero. Le decía que no podía acompañarlo ese sábado. Esa era su recompensa por insistir con alguien que está liado al malestar que le produce volver a esa ciudad. Sus muertos lo habían alertado esa tarde. Después de un corto intercambio de mensajes, bastante falso por cierto, se quedó dormido.

La pesadilla de esa madrugada era algo interminable. Cifras, símbolos que se repetían. Debía poner las cifras en un documento, llenar las aplicaciones, cifras que volvían. La sangre hervía, preparándose para botar el veneno. Sentía alfileres que le pinchaban los pies. Despertó a las 2:19am, luego a las 4:19am, hasta ya no poder más a las 5:19am. Puso el café, le dio de comer a la gata y limpió su caja. De repente sintió un estruendo dentro de sí, una corriente que se deslizaba por su interior. Corrió hacia el baño y ahí se mantuvo gran parte del día.

La vecina vino a traerle agua de arroz, compota de manzana, y malanga. También le trajo perspectiva, que se le había empañado temporalmente con la enfermedad.

Al quedarse solo otra vez y ya con la perspectiva clara, se cuestionó por qué insiste en involucrar a un hombre que ya no pertenece a su mundo en lo que hace. Se cuestionó por qué regresar a la aldea es motivo de dolor y de enfermedad en vez de alegría. Supo que debía eliminar de su círculo a una mujer, dueña absoluta de muecas. Fueron llegando los avisos, lento, pero llegando.

Extraña a la madre sabia, al padre estoico, a los hermanos, pero tendrá que inventar otros modos para lograr estar con ellos. Tendrá que buscar la forma de hacerlo, todo en silencio.

Ahora se va recuperando, pone música bien alto. ¡Qué los Bee Gees limpien las paredes! Eso, limpiar los rezagos que pudieron quedar de toda la mierda que intentó sepultarlo.

Le sorprende el timbre de un mensaje recibido y es uno que merece la pena leer. Dice el colombiano que se alegra de que se sienta mejor hoy, y eso vale todo el malestar del mundo.


Photo Credits: *PERTH*

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