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Relojería infernal: Temporada de huracanes de Fernanda Melchor

Cuando le preguntaron a Borges cuál era el relato más memorable que había leído, recordó a Mary Sinclair con Donde su fuego nunca se apaga. Da un consejo para su lectura: pensar en la pobreza con la que los teólogos conciben el infierno antes de leerlo. La novela mexicana Temporada de huracanes (Random House, 2017) de Fernanda Melchor parece estar escrita con la misma relojería infernal de Sinclair, Cumbres borrascosas y, por supuesto, Comala.

Está divida en ocho capítulos y el primero es un incipit de página y media que, a modo de viñeta, nos da la configuración de toda la novela. Un grupo de niños (la hostilidad salvaje está presente: están semidesnudos y con hondas para atacar) encuentra en un río, entre moscas verdes y aguas amarillas, el cadáver tumefacto de la Bruja. Logra, desde aquí, el ideal de lo sublime et du grotesque, que de por sí estaba anunciado en el epígrafe de Yeats: “Transformed utterly;/ A terrible beauty is born”. Los personajes están amoldados a la hostilidad del entorno, pero sus voces son sensibles porque son almas que buscan compasión o perdón.

El resto de los capítulos son retahílas sin división de párrafos del coro que relata las circunstancias que llevaron a este crimen. Se cuentan historias simultáneas y a veces con repeticiones (cabe destacar que, en los agradecimientos, Melchor menciona El otoño del patriarca) con una fuerza narrativa avasalladora.

Las voces van desde lo más lejano (La Lagarta es una testigo de los testigos, no del crimen) hasta lo más íntimo, pero la novela trasciende la aritmética de las investigaciones forenses. La narración regresa a los mitos de Lolita y el Domingo Siete (en los agradecimentos también está la costarricense Carmen Lyra) y, sobre todo, muestra una deslumbrante Sodoma. 

Otra virtud es que tiene dos finales. De una novela tan enorme, que quiere abarcar todo, no se puede esperar menos. El penúltimo capítulo rompe con la intimidad, la crudeza de sus descripciones para dar algo que se mueve entre el romanticismo y el cuento de hadas: “Dicen que en realidad nunca murió, porque las brujas nunca mueren tan fácil”. Nos habla de la estela que quedó después del crimen, que llega a lo legendario con una búsqueda de un tesoro. El segundo final regresa a la crudeza, describiendo un grupo de cadáveres que llegan para ser enterrados. Todo se cierra con un recurso que parece responder más a la lógica de la poesía que de la novela, pero es consecuente con la idea de piedad a estos asesinos del infierno, cuando el encargado se dirige a los muertos: “para allá tienen que irse, les explicó; para allá está la salida de este agujero”. 

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