Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

Regresión

¿Cómo son los niños del siglo XXI? A menudo me lo pregunto cuando veo a mi hijo jugar con su iPod e ignorar los consejos de su madre. Puede que estemos haciendo algo mal, no lo sé, simplemente he tratado de inculcarle los mismos valores que yo aprendí de mis padres, aunque los tiempos cambian y es posible que hayan quedado obsoletos o que las mentes de las nuevas generaciones no los absorban. Hay veces que pienso que mis sugerencias son como los yogures: la fecha de caducidad ha pasado hace tiempo, por mucho que los nutrientes luchen por mantenerse lustrosos en el interior del bote.

Cuando era pequeño, solía comprarme ratones de gominolas en la tienda del hermano Benito. Echaba veneno por la boca y encerraba en la nave nodriza al compañero que ese día, en el recreo, se había pedido el papel de Niña de las Estrellas.

Yo era Diana.

V ocupaba parte de los sábados por la tarde de mi infancia, a mediados de los ochenta, en una época que se ha denominado la edad dorada de la televisión en España.

Se agolpan tantos recuerdos en mi mente, recuerdos que se convierten en rabia cuando analizo la televisión de hoy en día y veo cómo se trata a los niños. Lo terrible, hasta cierto punto, es que les gusta, si bien no pueden establecer comparaciones con el pasado. La irrupción de Mirian Díaz-Aroca y de Leticia Sabater destrozó a toda una generación, sin contar con la eterna estudiante Carmen Morales en Al salir de clase. ¿Dónde quedaron memorables frases como Soy Avería y aspiro a una alcaldía, ¡Viva el mal, viva el capital! o Me importa un vatio?

Por todo esto no quiero que mi hijo sea un niño del siglo XXI.

Reconozco que una Heidi encerrada en un reformatorio con una amiga paralítica, la señorita Rotenmeyer, con más mala uva que Alexis Carrington, y Marco buscando a su madre por medio mundo no han ayudado a que la gente de mi época sea precisamente cuerda.

Pero estábamos vivos.

No olvidaré jamás esos viernes en los que mi madre iba a buscarme al colegio y yo la increpaba para que se diese prisa y llegar a casa lo antes posible. Eran las seis de la tarde y apenas quedaban tres horas para cenar, darse una ducha y sentarse en el sofá para disfrutar del 1,2,3.

El día que mi madre me castigaba sin ver el programa era peor que el Apocalipsis. Afortunadamente, los niños olvidan los malos ratos en un santiamén y, aunque hubiese habido un rapapolvo de por medio, los sábados por la mañana me levantaba más feliz que unas castañuelas dispuesto a disfrutar de La bola de cristal.

Un oasis en medio del desierto. Esto significó para la historia de la televisión. La familia Monster, Embrujada, La pandilla, Alaska, los gags de Pedro Reyes y Pablo Carbonell, los éxitos de Kiko Veneno o Santiago Auseron, los electroduendes, las sesiones de espiritismo del Doctor Jiménez del Oso.

Hoy en día los adolescentes están agilipollados porque se lo dan todo hecho, disponen de doscientos canales de televisión y son capaces de atiborrarse de estricnina si la Play Station les falla.

Por todo esto no quiero que mi hijo sea un niño del siglo XXI.

Algo que me sorprende mucho de la chiquillería actual es el escaso interés por la Historia (y el devenir de la civilización occidental en general). Todo aquello que ha sucedido antes de su fecha de nacimiento no existe.

Hace poco entrevisté a un chaval de 20 años en mi lugar de trabajo, una productora cinematográfica. Empecé a hablar de las películas de Jack Lemmon, de sus dos Oscar y varias nominaciones, esbocé una sonrisa al recordarlo junto con Marilyn y Tony Curtis en Con faldas y a lo loco y me emocioné porque es uno de mis artistas favoritos. El adolescente me escuchaba como si yo estuviese perturbado y le hablara del origen del cosmos o de Carles Puigdemont.

–  ¿Quién diablos es ese hombre?-, me preguntó cuando yo llevaba más de cinco minutos mencionando los logros de Lemmon en Hollywood.

Casi me da un nublao y me atraganté con el poleo que estaba tomando como si fuese cazalla.

– Es que yo nací en 1998, tronco, es lógico que no sepa quién es ese tío.

– Yo tampoco había nacido cuando Mozart compuso La flauta mágica y sé quién es el compositor y su obra- le contesté yo.

Me llamó tronco y evitó tratarme de usted, cuando las mínimas normas de educación, al menos en el siglo XX, indican que el trato de cortesía es primordial, en especial en situaciones como una entrevista de empleo.

Sin ir más lejos, recientemente tuve un encontronazo en mi gimnasio cuando traté de usted a un chaval de unos 16 años al preguntarle si le importaba que nos turnásemos en la máquina de abdominales.

Me miró de mala manera y me insultó porque consideró ofensiva mi propuesta.

Me pregunto si habrá leído La Ilíada, me pregunto si responderá del mismo modo a sus padres, me pregunto si dará un beso por la mañana a su madre al levantarse, me pregunto si cuando cumpla 45 años seguirá viviendo en casa a la sopa boba, me pregunto dónde están sus ganas de volar y descubrir mundo.

Por todo esto no quiero que mi hijo sea un niño del siglo XXI.

Por todo esto quiero que mi hijo se teletransporte y vuelva a finales de los setenta, cuando no teníamos nada pero, al menos, teníamos ilusión por tejer un futuro mejor que estaba en nuestras manos.

Por todo esto deseo que mi hijo recupere valores como el respeto, la dignidad o la educación, que aprenda a volar solo sin red aún con riesgo de caerse…

… Aunque esa caída suponga un fracaso o incluso la muerte, en el fondo le habrá infundido vida.

Hey you,
¿nos brindas un café?