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Photo by: hnt6581 ©
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Reflejos de soledad

Cuando le conocí, su sonrisa —sincera y amable por demás— no alcanzó para disimular la opacidad de sus ojos. Yo ya había visto esa mirada, pero, ¿dónde?

Así era como se veía la soledad. Luego de unas cuantas visitas, lo confirmé. Había dejado a su esposa y sus hijos en México, en Oaxaca, y ahora vendía sándwiches en el Deli de la esquina (¡los mejores de Harlem!).

—Hay que trabajar, hermanito, ¡hay que alimentar a la familia! —me dijo. —Claro que es duro, llevo siete años acá. Los veo dos veces por año. Ya están grandes los chamacos, ¡cómo pasa el tiempo! —continuó, mientras volteaba el pollo con queso que preparaba.

Entonces era posible. Era posible acostumbrarse a esa dicotomía: sentirse solo aun estando rodeado de tantos. Imagino que, despacio, así como se cuela silenciosa la soledad en la cotidianidad, se termina por acurrucar sin molestar. Y así te deja la mirada.

—No, pues yo le sigo siendo fiel a la vieja. Además, estoy gordo y viejo. Ella dice que también me es fiel. Pues no lo sé, la verdad ya luego de tanto tiempo no la culparía. ¿A quién le crees más tú? ¿A ella o a mí? — me interrogó, soltando una carcajada.

Calentó el pan, le superpuso el pollo con queso, tomate y leche.

—No sé si regresaré. Los extraño todos los días. Por ellos me levanto en las mañanas — me volteó a ver, contrito, intentando sonreír. —Bueno, hermanito, que lo disfrutes, nos vemos.

Merodeé un rato por el barrio. Observé a las familias por las ventanas. Grupos de amigos en el parque: picnic más weed. Me senté en una banca y comí mi sándwich con calma, disfrutando de las luciérnagas que ya empezaban a fosforecer.

De vuelta en mi apartamento, me recibió el espejo. Yo sabía que había visto esos ojos en alguna parte.


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