El día anterior cuando saludaron desde los edificios, a las 7 pm, hubo un entusiasmo inusitado cuando alguien tocó una diana. Pero no se sabe quién fue. Se oyó tan contundente que a un vecino se le ocurrió prender un lamento cantado, por su cuenta. Suerte de saeta dominicana bailable. Hasta que alguien le gritó no es fiesta, hay muertos. No vi quien puso la música. No vi quien la paró. No es que a mme dé por estar ocupada preparando mi aporte al proyecto de escritura sincronizada y mundial “Vidas confinadas en Manhattan” y no me tome el tiempo de aplaudir, es que mis vistas dan a ventanas aparentemente clausuradas. Salgo a la escalera de incendios, con los binoculares, sin suerte.
La gente suena en sus apartamentos, pero no se ven. La culebra de uno de los vecinos sigue ahí atrapada en la persiana, se les perdió desde hace meses, avisamos y no hicieron caso. Así que a las 7 capturo únicamente el cambio de la colina del parque de Los Claustros, chequeando los tonos de verde que avanzan. La bachata era como bailar a un muerto. Si te mueves así el esqueleto del amor se vuelve a rellenar. El toque de diana fue irónico, comentan simultáneamente por las redes. Algunas comunidades funcionales invitan a movilizarse: No seremos la carne de cañón de Trump, esto no es toque de queda. El militar retirado se ofende. Su diana fue en serio. Homenaje a los héroes. Sacará una bandera gigante la próxima noche. Sigo perdiéndomelo todo desde la escalera. Me sugieren que no sea bruta, que me lleve el celular. En casa terminamos discutiendo. No me queda claro si se teme porque me caiga yo, o porque se me resbale el celular, o el libro que también saqué conmigo, o los binoculares o los zarcillos de la abuela con oro del Callao de cuando el oro era bueno, que ahora llevo a toda hora, como amuleto, para que no le pase nada a la familia en la pandemia agregada a la hambruna guayanesa.
En mi casa suben el tono. Bastaría con conectarse para ver realmente en vivo y en directo los vecindarios solidarios agradeciendo y los gestos de los homenajeados. Si vuelvo a asomarme a la escalera sin abrigo y me resfrío o pesco una alergia o me ensucia una paloma y me da asma pues allá tú, ahí está la puerta. Mi madre se parcializa y usa el viejo regaño: es que algunas se las dan de librepensadoras, oigo que les dice a mis enemigos.
Después de ganarles una apuesta del turno de la compra (no me dejan casi nunca por lo del asma) pongo al fin un pie fuera. Si este año vuelven a brotar las campanitas del muguet es que vamos a mejorar. Tiene que haber pájaros rojos y marmotas y la señora muy mayor que corre entre los árboles, nuestra atleta favorita a quien nunca me he atrevido a hablarle. Si la vuelvo a ver agitaré los brazos a lo lejos hasta que note que no soy una ardilla negra o un zorrillo muerto de susto sino alguien que le sonríe. En mi casa no saben que después de mi cola del CVS seguiré hacia el río.
Que me arrimaré hasta la orilla donde alguien dejó una pinta enigmática en la baranda: rip and mute que siempre he querido fotografiar. Notaré los brotes del rosal silvestre. No veo campanitas de lirio del muguet este año. Casi tuve nostalgia de los condones, las inyectadoras, la mierda de perro, pero sólo hay guantes tirados. No hay pájaros rojos, no hay nadie. Las mismas reiteraciones acumuladas por las redes. Hasta que siento el asalto de una desconocida que me escupe prácticamente un salmo por la espalda.
La encaro con taquicardia acomodándome la mascarilla. Abrazo las bolsas para proteger las nueces, las vitaminas y la leche. Es una señora mayor que pasa como volando a ras de mi cuello y me predica acerca de quién va a resucitar y quién no. Recordé cuando hubo una sobrepoblación de halcones y en Central Park uno joven casi me arranca la cabeza por culpa de la tumusa que a veces se me olvida recogerme. Demasiado tarde ahora. No te toques el pelo. No te toques la cara. Corre.
Arranco en la dirección opuesta, me meto por las calles laterales pero la mujer tiene la misma idea. Allí va impertérrita, detrás de mí, balanceándose en su propia corriente del Jordán, como una pastora de Harlem. Llego al fin a casa sopesando aquello de que si sigues así te vamos a mandar sola con tu maleta de rueditas por la Broadway, a pie, derechito para allá abajo. Me veo entre sirenas y mascotas abandonadas y locos sueltos En el vasto silencio de Manhattan. Nunca mejor dicho por la pitonisa Elisa Lerner con sus didascalias: buscaré la de la escena IV describiendo cómo ubicar a la actriz: Una calle del centro de Nueva York. De lo alto penden una serie de semáforos rojos y amarillos que deberán estar dispuestos un poco a la manera de los móviles de Calder. Tienen razón los de mi casa. ¿Y si no era el fantasma de una Rosie mayor sino la mensajera que llegó con la noticia final y ahora pongo en riesgo a todos los trabajadores indispensables de mi piso? Y dejo de pensar en la vieja Rosie de la obra teatral, sola, ya mayor, en su última escena: Como desde una gran soledad, acota Lerner, de la que tampoco he sabido hasta la próxima vez …Mi largo guante negro que no dejó de desplegarse, triunfalmente, mientras hablaba con el arrendador y el sacerdote, ahora se derrumba. (Rosie deja caer el largo guante. Luego marcha lentamente, a proscenio. Hacia el imaginario féretro…) ¿Y si me quedo unas doce horas en la escalera de incendios con las bolsas para orearlo todo, por si acaso, y aprovecho hoy a las siete y saludo a los que no veo pero que nos cuidan y aprovecho y grito quiten la culebra muerta, que da mala impresión?
Y esta vez veo al ángel del apocalipsis que sale por la escalera de incendio y me dice que tiene uno de mis escarabajos de oro, que se lo encontró a la orilla del río a donde fue a rezar pero que cuando quiso dármelo yo salí corriendo. Que no me preocupe, que ella lo tocó con el guante y que ahora lo estaba oreando.
Photo by: Dinapiera Di Donato ©