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Photo by: Fabio Sola Penna ©

Rancheras en el metro

Siempre es bueno escuchar música, más aún en el subway camino a la oficina. En medio de la indiferencia, algo de sutileza. En sus diferentes paradas es frecuente encontrar artistas de calidad prodigiosa. He tenido la suerte de escuchar, por ejemplo, cantantes de blues en Union Square o en la 96th Street, quienes usando como único instrumento su voz, llenan por completo ese espacio siempre vulnerable y pasajero. No entiendo porqué están parados en un andén y no sobre un escenario. Yo pagaría por escucharlos. El problema es que nunca tengo dinero y me da pudor detenerme sin dejar nada en la chistera. Una noche, en la estación de Times Square 42 St., encontré a una chica interpretando un tema de Adele. Debido a mi falta de dinero, desaceleré la marcha para escuchar solo al paso y mirando de reojo, robé algo de sus intensas vibraciones. Hubiese deseado cerrar por unos segundos mis ojos. Luego me di una vuelta y repetí esa estúpida maniobra y creo que, esta vez, se dio cuenta de mi acto porque me miró y sonrió de una forma tan suave y delicada, como diciéndome “está bien niño, no te preocupes.”

Pero es extraño escuchar esas voces de buen timbre y volumen considerable, vibrantes y armoniosas, acompañadas de guitarras, tambores, trompetas, violines, saxofones, y cualquier otro instrumento convencional o no convencional realizado por lutieres urbanos, junto al irritante rechinar de los trenes que se detienen, la exhalación cansada de sus motores, el golpe de las puertas que se cierran, el eco de las conversaciones por el túnel de acceso, los torniquetes que se mueven de un lado y luego para otro, una discusión en la plataforma, risas… En fin, parece algo inverosímil. Pero es la forma de hacer arte en una ciudad que no se detiene. La ciudad del consumo. Como si fuera comida al paso, un “drive-thru” cultural. Es la otra vida que nos regala el subway con su propio Broadway, Carnegie Hall, Apollo Theater bajo tierra, con sus rebeldes artistas de fugaces e imaginarios escenarios.

Últimamente, han entrado al vagón algunos músicos que tocan rancheras. La primera vez fue un trío compuesto por un guitarrista, contrabajo -que parece haber sido recogido de la calle- y un acordeonista. La segunda, fue un dúo formado por un guitarrista y un acordeonista con su “Gabanelli”. Son tipos bajitos y de barrigas abultadas, y siempre con sus tejanas, chaleco y botas vaqueras.

Todo sucede muy rápido: Se abren las puertas. Bajan los pasajeros. Se suben como por asalto. El contrabajo se instala apegado a la puerta, fijando su mirada en la siguiente estación. Junto a él, la guitarra. El chico del acordeón se para en la otra puerta y ambos parecen dos pequeñas columnas que flanquean las entradas vagón. Se cierran las puertas. Comienzan la Ranchera. Y esto es lo neoyorquino: la canción, o trozo de canción, dura el tiempo del trayecto de una parada a otra. Estoy hablando de un minuto y cuarenta segundos de música. ¡Que canción dura eso! Tendría que ser un tema punk. Peor aún, unos treinta segundos antes de llegar a la parada, el del acordeón se mueve de un lado para otro, mientras hace una maniobra entre el fuelle y el teclado, para con la otra mano pasar rápidamente pidiendo propinas que son bien escasas. Se detiene el tren, ¡Buenos días!, ¡Buenas tardes!, ¡Have a good day!, ¡Have a nice day!, con acento mexicano, se abren las puertas y salen al trote para entrar al siguiente vagón.

Es algo que no me agrada. Pero pienso que es el ritmo natural de esta ciudad, donde hay que hacer dinero rápido en medio de un desequilibrio constante y toscas sacudidas de los viejos trenes. Siempre tienen que estar atentos para no caer, además de concentrados en no equivocarse en alguna nota de la canción. Cantar en la compleja diversidad de un vagón y luego de otro y otro, ante un publico que solo desea llegar a su destino, debe ser muy difícil. Pero me he concentrado en las letras de las canciones. La primera vez escuché “Mariposa Traicionera”, esa canción que se hizo muy popular por el grupo Maná en el año dos mil tres.

“Eres como una mariposa, vuelas y te posas, vas de boca en boca, fácil y ligera de quien te provoca…”

 Recuerdo que en otra ocasión, el trio cantó una canción que, después de investigar –googlear-, descubrí que era de un tal Remmy Valenzuela, que decía:

“…aquí se va muriendo mi alma, y va creciendo ese vacío en mi que ya no lleno con nada..”

Durante los años que viví en Santiago, disfruté mucho de los artistas urbanos del metro; pero, a diferencia de Nueva York, los músicos de Santiago son más generosos con su trabajo. Su espectáculo podía durar una canción completa y hasta dos; o sea, medido en los tiempos del subterráneo, son tres o cuatro estaciones. Y solo luego de terminar su espectáculo pasaban cobrando su propina. Como debe ser.

Pero escuchar ese pequeño bosquejo de rancheras, letras sensibles sobre el desamor, amores no correspondidos, desgarradores, escuchar algo del folclore mexicano y de los campos de Sudamérica –donde por cierto, tiene muchos adeptos-, es algo tan poco usual en una ciudad como Nueva York, me trae algo de mi querida Latinoamérica, de esa “cintura cósmica del sur”. Nunca me han gustado las rancheras. Pero gracias a estos estresados músicos, he conocido algo de Vicente Fernández, Pedro Fernández o Remmy Valenzuela. Aquí, en el Metro de Nueva York, he aprendido a apreciar su música, a pesar de que me haga el loco mirando el teléfono, a pesar del fugaz trayecto de una estación a otra, e incluso, a pesar de que nunca tenga algo de dinero que dejar en su chistera.


Photo by: Fabio Sola Penna ©

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