Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Roberto Ponce Cordero
ViceVersa Magazine

¿Quiénes somos “nosotros”?

Lo primero que llama la atención al leer Los recuerdos del porvenir, la novela de Elena Garro publicada en 1963, es el hecho de que en ella no sólo que no nos encontramos ante un narrador omnisciente o semi-omnisciente tradicional, sino que estamos, por un lado, ante uno inanimado que, por lo tanto, de entrada ocupa una posición fuera del terreno de lo humano, así como ante uno que, por otro lado, también parece representar más a una colectividad que a una entidad narrativa individual. En efecto, y para referirnos a lo primero, es decir a la carencia de vida del narrador, ya desde la primera página éste se auto-describe en términos puramente topográficos e históricos que hacen pensar, al menos en una primera lectura, que quien narra es el pueblo mismo de Ixtepec, un lugar físico en el que tiene lugar la vida de una serie de personajes pero que, en última instancia, está separado de dicha vida: “Me rodean unas montañas espinosas y unas llanuras amarillas […] fui fundado, sitiado, conquistado y engalanado para recibir ejércitos”; “Recuerdo todavía los caballos cruzando alucinados mis calles y mis plazas”; “De los locos que he tenido, Juan Cariño fue el mejor”; “Venían alegres [los Moncada], y al atravesar mis calles las sembraban de risas y de gritos”; etc. En cuanto al carácter colectivo del narrador, baste aquí solamente recordar las innumerables veces en las que explícitamente se habla de y desde un “nosotros” que es más o menos amorfo pero que a la vez, y a todas luces, pretende expresar una identidad basada en una específica pertenencia geográfica y cultural.

Esto que, a primera vista, parece ser más que nada de interés de una crítica literaria de tendencia más formalista que la nuestra habitual, en el mejor de los casos, o incluso constituir meramente una impresión inicial de lectura bastante trivial, en el peor de ellos, tiene su indudable importancia, tanto para la manera como se recibe afectivamente esta obra como para su tratamiento mismo del proceso de constante reordenamiento y reinvención de percepciones y de eventos que es la memoria (lo cual es, arguably, y mucho más fundamentalmente que cualquier elemento en el plano referencial [la Revolución o la revolución cristera, por ejemplo], el asunto mismo de la novela). De hecho, las dos perspectivas mencionadas, o sea la de Ixtepec como narrador y la de una narración colectiva, hasta cierto punto se excluyen mutuamente, dado que, mientras el pueblo es uno solo, la colectividad incluye, por definición, una cierta pluralidad de voces en mayor o menor conflicto. Es más, precisamente por ello valdría la pena preguntarse, para continuar con el ejercicio de formalismo literario y profundizar en la trivialidad, si realmente podemos hablar, en el caso de Los recuerdos del porvenir, de un único narrador, o si tenemos que partir de una noción de multitud narrativa.

Más allá de esto, es importante intentar trazar una línea divisoria entre los personajes que están incluidos en el “nosotros” de la novela y aquellos que, más o menos claramente, están excluidos de éste (o bien, en su defecto, entre los personajes que pertenecen a Ixtepec y los que no pertenecen). Es evidente, por ejemplo, que Felipe Hurtado, “el forastero” o “fuereño” llegado en el tren proveniente de la capital, no forma parte de la sociedad de Ixtepec y, posiblemente, ni siquiera de la de México: “Y era verdad que no sabíamos quién era aquel joven que había venido en el tren de México. Sólo ahora se nos ocurría pensar que nunca le preguntamos cuál era su tierra”. Sus pensamientos nos quedan, por ello, vedados, al igual que sus motivaciones íntimas, más allá de la motivación básica de buscar a Julia. No sorprendentemente, al menos en dos ocasiones su presencia está acompañada por sucesos incomprensibles y acaso mágicos: cuando “extrae” cigarrillos “del aire” y cuando atraviesa una “tempestad con el candil encendido y las ropas y el pelo secos”.

Julia y las demás queridas del Hotel Jardín, asimismo, son observadas desde afuera, literalmente como espectáculos tan banales y propios de la chismografía como decisivos para el devenir histórico del pueblo. Con excepción del caso de Antonia, no tenemos acceso alguno a la psicología interior de ninguna de estas mujeres. Además, y muy especialmente en el caso de Julia, los lectores son conducidos por la narración a sentirse identificados con la fascinación que el personaje ejerce sobre los habitantes de Ixtepec o, en otras palabras, sobre el narrador colectivo de la novela. Ellas están afuera del “nosotros”, entonces, pero los lectores están adentro.

Los militares del ejército de ocupación, soberanos fácticos de Ixtepec, y Rodolfito Goríbar y su madre, beneficiarios principales de la confusión post-revolucionaria y de la expropiación de las tierras indígenas, son casos más bien limítrofes. Se nos ofrece una gran cantidad de información sobre lo que piensan y quieren hacer los militares, por ejemplo, y, si bien son vistos por la colectividad como ajenos al pueblo, la relación con ellos es mucho más directa, aun tratándose, ciertamente, de una relación de obvia enemistad: “Su presencia no nos era grata. Eran gobiernistas que habían entrado por la fuerza y por la fuerza permanecían. […] Por su culpa los zapatistas se habían ido a un lugar invisible para nuestros ojos”. Rodolfito, por su parte, pertenece a Ixtepec indudablemente por nacimiento y biografía, pero se habla de él como de un elemento foráneo: “Nosotros admiramos el traje de gabardina del joven y el broche de diamantes que fulguraba en el pecho de la señora [su madre]. Él se vestía en México y los criados decían que tenía más de mil corbatas” (énfasis añadido).

Pero, ya que mencionamos a los criados, ellos y “los indios” (dos categorías que, por descontado, con casi toda seguridad se superponen) son, justamente, los personajes que más paradójicamente no pertenecen a la colectividad. Paradójicamente, digo, porque, al fin y al cabo, viven desde tiempos inmemoriales en el pueblo en cuestión o en sus alrededores y, de hecho, forman parte imprescindible de éste. La reacción visceral que me provoca la lectura, no obstante, así como una cierta recurrente mención al racismo de los habitantes de Ixtepec (habitantes que, ellos sí, están claramente incluidos en el “nosotros” de la narración) y a las ejecuciones ilegales de “agraristas”, hacen que me atreva a postular que, en efecto, y pese a –o debido a– la visible simpatía que la autora e incluso a ratos algunos de los personajes sienten por la población indígena, la colectividad narrativa no tiene espacio para el indio como miembro presente y material, en toda regla, sino a lo sumo como víctima digna de apoyo o, quizás, como esperanza mesiánica representada por medio del significante de “los zapatistas”.

Si el “nosotros” de Los recuerdos del porvenir puede ser tomado como la voz del mestizaje mexicano, entonces (“Mi gente es morena de piel”; “A los mestizos el campo les producía miedo”; “¡No hablen así! ¡Todos somos medio indios!”), ¿se reduce esta voz, en definitiva, a la de las elites más o menos pauperizadas del México post-revolucionario? ¿Quién habla, al final, en la novela, y por quién?

Hey you,
¿nos brindas un café?