Si me preguntan de quién es la piedra que acabo de patear en el parque diré que fue mía en ese mismo instante y que ahora, por suerte, le pertenece a otro peatón, luego al siguiente y finalmente a todos los demás. Porque todos los peatones son el mismo. Algo así sucede con la vida de los demás, que nos pertenece cuando nos conviene o, peor aún, cuando creemos que debe ser de nosotros y de nadie más, para que la nuestra finalmente signifique algo. Pero no fue de filosofía ni de urbanismo, y mucho menos de política que vine a hablar aquí. Esto lo digo porque acabo de patear una piedra sin dueño en el parque del lado. He venido en nombre de la Convención internacional de enfermos de poesía a decir que no todo está perdido. Dicen ellos, en la voz de su líder natural, que este año tratarán de manera gratuita a todos los que están en periodo de negación. Y parece que somos muchos, según informó la universidad auspiciante —una más, de paso, a la lista de las tantas Alma mater que no conocía—. Alrededor del setenta por ciento de la población padece este bien y, de estos, el noventa y cinco por ciento lo ignora. Una lástima. Y una suerte.
Fue entonces cuando me pregunté si en realidad era posible lograr que tantas personas pudieran agruparse en tan heterogéneo montón. Y como no soy quién para cuestionar a los especialistas, ni más faltaba, me dispuse a dirigirme a tal evento, a donde fuera que sucediera. Así será, ya tengo los boletos. Espero regresar a contarles que sobreviví, o que tengo el mal ya insertado en la médula. O, con suerte, que sobreviví a la extirpación. Aunque esto último sería imposible.
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