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Ainoa Íñigo
Photo Credits: Adele Prince ©

Por quién doblan las campanas

Era 13 de julio de 1997. Yo estaba haciendo prácticas en un periódico local y sin previo aviso, a las tres de la tarde, todas las campanas de las catedrales españolas tañeron al unísono rompiendo el silencio horrorizado en cada una de las ciudades y pueblos de mi país. Se llamaba Miguel Ángel Blanco, era un joven político y tras tres días de secuestro fue asesinado por ETA, aniquilando cualquier resquicio de esperanza.

Hace apenas unos días recordé la plaza del mercado y el sonido furioso de las campanas desafiando al silencio. Recordé también cierto septiembre y la llamada asustada de mi padre pidiéndome por favor que no dejara el apartamento en el que vivía, y las imágenes de un avión estrellándose contra dos torres, y teléfonos que no funcionaban y tanques patrullando Lexington Avenue y fotografías de gente desaparecida en postes y paredes, y un hombre llorando en el vagón de un tren y un humo blanco desdibujando el cielo durante días, como una interrogación ineludible, como una pregunta lanzada al vacío y sin respuesta.

Era martes, estábamos en clase y dos estudiantes hablaban alteradas. Una de ellas tenía en su teléfono una aplicación para recibir notificaciones directas de la policía. Y de repente empezamos a escuchar helicópteros y sirenas y todo era confusión, lo único que sabíamos era que debajo de nuestra ventana algo había sucedido pero no estaba claro qué. Un atropello y un tiroteo, dijo mi estudiante, pero todo estaba en el aire. No sabíamos si podíamos salir de la universidad, si había alguien con una pistola afuera, si las personas que habían sido atropelladas eran conocidas nuestras.

En el departamento una profesora estaba en shock. Al entrar en su clase encontró a todos sus estudiantes mirando por la ventana. Desde el 11 de septiembre nuestra universidad las tiene bloqueadas, las torres gemelas se desmoronaron frente a nuestro campus y ninguna se puede abrir. Ella se acercó a donde estaban sus alumnos y vio tras el cristal, en la calle, un cuerpo en el suelo y pensó que la persona había tenido un infarto y que los chicos no debían de estar mirando afuera. Cerró las persianas y trató de dar su clase lo mejor que pudo.

Dos estudiantes se quedaron conmigo en mi oficina, mientras hacíamos chistes y bromas nos acompañábamos. Seguíamos sin saber nada. Recordé a esa mujer en la parada de autobuses que me contó que jamás pudo volver a subirse a un tren después del 11 de septiembre porque se quedó atrapada por horas en el subterráneo y pensó que iba a morir. Recordé que días antes yo había tomado el ferry a Staten Island con un amigo, huyendo de una fiesta absurda, y que vimos las torres iluminadas en la noche de Manhattan. Recordé el verano en el que por un apagón me quedé una noche entera en Brighton Beach porque los trenes no funcionaban y claramente vi la cara de uno de los trabajadores árabes de una bodega diciendo que también a ellos les iban a culpar por eso, que les tirarían piedras a los cristales de sus negocios. Recordé a Andrés y a Diego, mis primeros amigos en Nueva York, poniéndose en sus chaquetas pines con la bandera de Colombia para que no los confundieran con musulmanes, para que no los agredieran por la calle. Recordé a estudiantes de City College siendo acosados y perseguidos por sus creencias religiosas y el interminable proceso migratorio de una amiga marroquí, el escrutinio al que tuvo que ser sometida, sólo por su nacionalidad.

Como el haz de humo blanco, insistente, inamovible, que pobló los cielos de downtowm Manhattan por días y días, quedan suspendidas en el aire, como un mal sueño, la incomprensión, la duda, la rabia, la tristeza. Y no hay redención ni poesía. Solo silencio.


Photo Credits: Adele Prince ©

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