Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Gavina Falchi

Querida Bandera…

CARACAS: Hoy abriendo el correo como todas las mañanas, con un gesto que ya se me ha vuelto irrenunciable costumbre encontré, entre las varias mails, una del Colegio de mi hijo. Pensé al principio que se trataba de los boletines administrativos de siempre, pero después me sorprendí bastante. La profesora de Castellano y Literatura nos había enviado, a todos los padres de los alumnos de quinto año, unos extractos de una composición asignada como tarea. Es decir, les había pedido a los muchachos que escribieran una carta imaginaria a la bandera de Venezuela y nos estaba invitando a leer algunos de los textos que, según ella, merecían nuestra atención.

Debo admitir que al principio hice una mueca aburrida y estuve tentada de dejarlo hasta allí. Estaba bastante escéptica y un tanto desconfiada, pues el objeto de la composición no me atraía para nada. Siempre me pareció excesivo el tiempo y el énfasis que los programas locales les dedican al estudio de los llamados “Símbolos patrios” y nunca como en los últimos años algunas expresiones exageradas, desbordantes de retórica altisonante, usadas y abusadas más allá de todo límite aceptable se me han hecho insoportables en su resonar exasperado, en su hacerse eco de un patriotismo falso, hueco, que no es otra cosa que el intento, torpe como inútil, de esconder la ausencia de identidad y sentido de pertenencia bajo la máscara de un improbable orgullo nacionalista.

Pero de repente vi las firmas, y me invadió la ternura.

Encontré muchos nombres de muchachos que conozco desde el preescolar, que vi crecer junto a mi hijo y que hoy me cuesta reconocer cuando me los topo en el patio del Colegio, porque han crecido una barbaridad y quedo incrédula frente a sus hombros fornidos, a la barba que les enmarca el rostro de adultos, al vozarrón de hombres… aunque su abrazo sigue siendo cálido y tierno como cuando eran niños.

Entonces empecé a leer, intrigada, asociando a cada carta un semblante familiar, una voz conocida y quedé hondamente conmovida por la profundidad de las reflexiones, por la eficacia del lenguaje, por la madurez de los sentimientos expresados, entre otras cosas, con una prosa impecable.

Se percibe, de hecho, una clara identificación entre la Bandera y el País; la Bandera simboliza, en realidad, a Venezuela y ésta, a su vez, es la Casa Grande, los afectos, el bagaje humano y cultural de cada uno de ellos. Las cartas son, en realidad, algo como una despedida emotiva, un adiós sereno y a la vez melancólico, a los lugares del alma, así como también a la adolescencia de la que estos jóvenes están definitivamente saliendo.

Todos, o casi todos – Daniel, Guido, Natalia, Javier – tienen, al igual que mi hijo, el proyecto de irse inmediatamente después de su graduación, para seguir sus estudios afuera, en el exterior. Todos aluden cruda y dolorosamente a la situación del País, a la que miran con la lucidez cortante y la inflexibilidad de su juventud, con la consciencia que nace de la observación atenta de una realidad cada vez más pesada y opresiva, totalmente disociada de ese mundo que bulle en las venas de quienes se están asomando a la vida y quieren (y deben…) vivirla a plenitud.

Muy bella la metáfora de Daniel que ofrece una reinterpretación del tricolor, adaptando la idea tradicional aprendida en la escuela del amarillo, azul y rojo que simbolizan en origen el oro, o sea la riqueza del suelo, la amplitud infinita de un horizonte abierto sobre la belleza del universo y la sangre de los que murieron por la libertad y la independencia, al panorama actual en donde aquella misma riqueza es privilegio de pocos, mientras “se ensanchan y alargan las colas de aquellos que no logran acceder siquiera a los bienes de primera necesidad”; donde el azul representa ahora la esperanza tambaleante de que las cosas puedan al fin mejorar y el rojo es aún y siempre el color de la sangre, pero de aquella derramada por los nuevos héroes, “los nuevos libertadores, que tuvieron el valor de disentir, de pensar diferente, de atreverse a soñar…”

La idea de irse resulta para todos, me temo, más que una libre elección o una aspiración legítima hacia nuevas experiencias, más bien una necesidad, una oportunidad que no hay que dejar escapar. No he percibido verdadero entusiasmo en las palabras, ni alegría, ni aquel sentimiento de excitación mixto a inquietud que debería acelerar el corazón de quienes están por emprender la aventura emocionante de cambiar de País, de ciudad, de idioma, costumbres… He respirado, en cambio, la compostura sobria que nace de la íntima certeza de que irse “es un riesgo que encierra la promesa de una vida mejor” y que “los riesgos hay que correrlos porque el mayor peligro de la vida es no arriesgarse jamás”. Ahora bien, el hecho de que un joven de escasos diecisiete años haya intuido la necesidad de arriesgarse y de no adaptarse a escoger el camino más fácil y cómodo, me ha parecido sinceramente esperanzador y creo de veras que sea éste el espíritu correcto para enfrentar los retos, aquí y en todas partes.

Curiosamente, la mayoría de estos muchachos son descendientes de esos mismos emigrantes que llegaron al País en los años de la posguerra; son los nietos de esos portugueses, españoles, italianos, eslavos que llegaron a Venezuela en los años ‘50 y ‘60, ellos también huyendo de realidades muy complejas y duras, ellos también llenos de melancolía y a la vez de mucha esperanza. Ahora, sus nietos y bisnietos, recorren el camino a la inversa…

La historia se repite porque, en realidad, nunca se ha detenido y así estos jóvenes, nuestros hijos también irán a formar parte de esta nueva población de migrantes, de este flujo incesante de hombres y mujeres que se desplazan sin pausa, que surcan cielos y océanos de este mundo globalizado y ahora eternamente “conectado”, tejiendo una red tupida de lazos y de destinos cruzados que, de alguna forma esperamos puedan anular las distancias y borrar, para siempre, las nostalgias.


Photo Credits: Jorge Andrés Paparoni Bruzual

Hey you,
¿nos brindas un café?