Si pudiera definir la ciencia lo haría con una palabra: sorpresa. Esto es lo que siempre me espero cuando abro un periódico serio o visito una página científica en Internet al azar, y hasta cuando voy a la tienda de la esquina a comprar los alimentos del día, porque no se sabe nunca quién estará hablando con quién cuando pasemos despistados y, sobre todo, en el silencio necesario para escuchar. Y es que, hasta donde recuerdo, jamás la ciencia y los científicos me han dejado de sorprender. Primero fue el lenguaje: no me era muy lógico que unos habláramos una lengua y otros otra (entonces ignoraba que las lenguas son infinitas), no podía creer que mi nombre, para no ir tan lejos, no lo entendieran los perros y los gatos por igual hasta que, veinte años después supe de la existencia de una traducción simultánea del lenguaje humano al animal, cualquier que este fuera; luego fueron los números, desde el ábaco hasta las calculadoras científicas y, por supuesto, las computadoras, no podía entender cómo mientras yo me tardaba una infinidad de tiempo calculando la suma de dos cifras, el computador ya lo había hecho mil veces con apenas un par de toques de un dedo en un botón. De igual manera, dos décadas después, al verme vencido por las computadoras, y por su lenguaje críptico y efectivo, decidí ser su amigo, y usarlas mientras me usan para buscar en internet una explicación a la eternidad del asombro, o por lo menos una página para agradecerle a los miles de millones de científicos que tuvo la humanidad para llevarnos hasta un punto final sin haber explotado. O, por qué no, un comando para lograr que nuestra imaginación no se quede donde está, y se mueva hacia donde debe de hacerlo.
Es por eso que si pudiera definir la ciencia lo haría con una palabra: sorpresa. Con la misma con la que defino al arte, a la humanidad y al mundo: sorpresa.
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