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paola maita
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Que los hombres no se enteren (Parte I)

¿Sabes que tengo un acosador aquí en el edificio? Bueno, no es un acosador como tal, pero la vaina es extraña…

Así comienza una nota de voz de unas de mis amigas. La historia va sobre cómo alguien la espera sistemáticamente a la hora a la que pasea a su perro. Ella ha intentado algunas soluciones “lógicas”, como cambiar la hora en la que pasea a su mascota, o hacer que su esposo la pasee… Y es ahí donde todo comienza a estar mal.

Si bien es cierto que no es una situación donde ha pasado algo grave, tampoco deja de ser algo atemorizante que un desconocido te espere y persiga mientras paseas a tu perro. No es normal tampoco tener que cambiar horarios y rutinas con la intención de evitar sentirte incómoda mientras no haces nada malo. No y mil veces no.

No puede ser que, a pesar de tener razones para sentir miedo, lo primero que ella cree correcto, sea dudar de su propio criterio o pensar que la tomarán por exagerada. Aunque viva en Estados Unidos, donde se supone que hay un sistema que la respalda, seguridad, que pueda pedir auxilio, que sea una mujer educada e inteligente… Su primera reacción es dudar de sí misma e intentar que alguien de fuera –en este caso, yo– le diga “eso que sientes es válido”.

Cuando vemos femicidios o cualquier otro delito violento contra las mujeres, solemos preguntarnos si la víctima sospechaba algo, y de ser así, el por qué no denunció. Es más fácil sentar en el banquillo de los acusados primero a la víctima que al agresor, y no, no solo porque somos mujeres. Pienso que tiene que ver también con el hecho de que nos duele reconocer que somos frágiles y vulnerables.

Siglos de escuchar “calladita te ves más bonita” no se borran fácilmente de nuestro inconsciente social. Podemos leer, evolucionar y luchar, e incluso ir más lejos: tenemos la posibilidad de hacerlo un imperativo.

Y sí, todo eso está en nuestras manos, pero antes de poder tomar acciones racionales, tenemos que aceptar que aprendimos a tener miedo, que se nos ha puesto más fácil portarnos como princesas que como guerreras.

En mi caso, me enseñaron a poner una mesa con todos los cubiertos y copas en perfecto orden pero no tengo la más mínima idea de cómo pegar una patada decente. A otra amiga le hicieron comer con libros debajo de los brazos para darle una “buena postura” a la hora de comer… No es que ese conocimiento esté mal. Nunca se sabe cuándo un embajador nos invitará a comer…

Lamentablemente, la realidad es que es más probable que me encuentre con alguien esperándome en la puerta con no-sé-qué-intenciones, antes de recibir una invitación a cenar por parte de algún miembro de un cuerpo diplomático o de la realeza… Y que, con las probabilidades en contra, estoy más preparada para la primera.


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