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Fabián Soberón

Purgatorio

A Sergio Gaiteri y Adrián Savino

Sergio está apoyado en el costado de su auto. Brillan los lentes y la carcasa gris del Chevrolet. A su lado, están las nenas rubias y hermosas. Una de ellas se presenta sola. Habla como una divina animadora. Elocuente, rápida, sagaz. La mayor es más callada y logra que el interlocutor mire sus ojos de cielo serrano.

Sergio Gaiteri es escritor. Es una especie de Quiroga de las sierras, un hombre que se ha hecho a sí mismo, un autor rumiante y feroz que escribe por las noches y en los pasillos vacíos de las escuelas secundarias. Es el héroe solitario de una película de Herzog.

Sergio levanta el brazo y detiene el bus. Nosotros bajamos en malón. Bruno no se detiene. Pero cuando baja se amilana. Se pone tímido hasta el cansancio. Mi esposa tiene a Catalina en los brazos y está agotada. El viaje ha sido largo y sinuoso, y las sierras titilan como franjas verdes y eternas.

Nos subimos al auto de Sergio. En unos minutos estamos en su casa. Blanca, ascendente, sólida en medio del silencio. Abre la puerta Laura, la esposa.

El horno chileno humea en el jardín. Sergio pone música en el equipo. Una trompeta sigilosa y un bajo ríspido resbalan en la mesa. Es el jazz imparable. Sergio mira hacia el horizonte. ¿Cómo les fue en Córdoba?, dice, con los ojos en la montaña, puntual. Yo lo miro. Deslizo algunos adjetivos y Bruno se cuela en las piernas de su madre. Catalina corre junto a las hijas de Sergio. Marta, la perra, humedece el aire con su cola revuelta.

La pileta larga y celeste tiene el agua verde, como un eco de las montañas. El horno aumenta el fuego y el humo y el pollo sale pronto, expedito. Lo devoramos. En la mesa pululan las ensaladas y el pan. El olor a carne asada, incomparable, perfora el ambiente. El paisaje es inusual y las palabras recobran sentido frente a las olas del calor humano.

Bruno se interna en una casita hecha de madera para los chicos. La hizo Sergio a la casita. Catalina llora y se pierde en su llanto hasta que mi esposa la levanta. La calma dura un instante.

Sergio se va a la cocina. Y se demora un poco. Pienso en sus horas en silencio frente a la montaña, en los pliegues del tiempo y en mis días anteriores en la ciudad. Adrián Savino me pasa a buscar en su auto por el hotel. Almorzamos en un restaurante oculto. Se llama “La tía Cucha”. Después de un pasillo secreto, está el salón amplio, en semipenumbra. Adrián me cuenta que la inmigración peruana es numerosa. Que cada vez hay más restaurantes como “La Tía Cucha”. En el fondo, un cartel enorme con letras rojas que hieren los ojos, muestra el paisaje kitsch de un pueblo andino. Las casas bajas respaldan el menú autóctono. Estamos en un rincón perdido. Es el aleph peruano y marginal de un barrio de Córdoba Capital. Unos pocos comensales murmuran algo con acento exótico. La comida es agil y feliz. Adrián despliega su modo tranquilo de la oratoria y me cuenta episodios de su encuentro con un ladrón. Mis ojos se abren, asombrados. Esa parte de la vida de Adrián se ha convertido en un libro: “Crónica de un rocho”. No es infrecuente que los peruanos sean vistos como ladrones. El relato se une con la realidad. Luego me habla de la isla de los patos de las ferias de peruanos en el archipiélago breve y cordobés. Y un día después un taxista me dice que los negros se han apropiado de la isla.

Nos subimos al auto y recorremos las antiguas casas del barrio Gral. Paz, en donde está el mítico Club Belgrano. Hay orgullo en las palabras de Adrián. Los colores del club pululan y un grafiti del director ruso está regado por el humor popular: “Revolución rusa”, promete la pintura en la pared. Es el pasaje Aguaducho, rozado por la sombra de los árboles. Abajo, corren, silenciosas, las aguas turbias del viejo arroyo.

Sergio vuelve de la cocina. Se sienta. Habla de los escritores de Córdoba, del sistema de relevos, de la herencia. Se refiere a una novela que está leyendo. Tiene un humor corrosivo. Y no cede en sus convicciones. Sus cuentos respiran una contundencia que alarma y una sutileza que abisma. Me cuenta que Adrián y su familia suelen ir a su casa.

Yo recuerdo la cara de Adrián frente a la cárcel de los encausados. Mira hacia el muro cansado. El edificio es enorme y está abandonado. Aparece el nombre de De la Sota, el gobernador. El gallego, según me ha dicho un taxista. Las coordenadas se cruzan. Por la noche, Adrián me invita al colegio en el que da clases de lengua y literatura. Los chicos escuchan, atentos y díscolos. Un bebé llora encima de una mesita. Su madre es alumna y oyente. Las caras siguen intactas y un chico confiesa su pasión por el cuarteto. Casi se levanta y baila. Adrián se ríe y dice que un escritor es un espía de contrabando: siempre tiene los ojos divididos. Vive su vida pensando en escribir la médula de cada momento. El alumno está loco por el cuarteto. La música suena en su mente. Cuando nos vamos del colegio, la música sigue sonando al ver los vitrales de una casa antigua. Es de los años cuarenta, dice Adrián.

Sergio abraza a sus hijas. Y Laura mira la escena. Son tiernas. Son hermosas y son tan pequeñas. En un rato deben bañarse. Tienen un cumpleaños. Bruno ya es de la casa. Sube junto con las nenas a dibujar en la pieza de arriba. Yo no subo. Imagino que el cielo es el techo de la casa.

Laura trae una tarta de frutilla. No pienso en Proust. Sería fácil. Pero veo la tarta y la gelatina y pienso en el tiempo que pasa, inevitable. Hace años, cuando conocí a Sergio y a Laura, no tenían hijos. Y ahora las nenas dibujan con mi hijo en la pieza alta.

Adrián maneja tranquilo. Las calles oscuras, el barrio y la pereza, los perros que se esconden cuando el auto pasa. Una luz elemental enceguece las miradas. De estos boliches quedan pocos, me dice y señala un local de bochas. Hay dos viejos afuera. El aire les pesa. Uno de ellos fuma lejano, perdido en el pasado. La luz elemental crea una foto en blanco y negro. Adrián mira las calles y piensa en sus hijos. Estoy seguro. Pero maneja y me deja en el hotel, de nuevo. En su novela, un hombre también maneja y lleva a una chica a un hotel y siente que su vida se agranda en esos instantes. La chica narra su pasado y el presente huidizo en un pueblo del interior sojero. El hombre es un delirante, un fracasado. La traición sobrevuela como un fantasma heroico y procaz. “Soja en las banquinas”. Luz oscura en las veredas.

Ya en el hotel, me quedo en la pieza, con una pequeña luz encendida. Soy un punto de oscuridad entre los cables y las antenas, los escapes y el murmullo. Soy una oscuridad minúscula en la ciudad. Los auriculares me aplastan las orejas. Suena la trompeta de Loiácono y el bajo de Fumero. Me duermo en el séptimo círculo del Purgatorio.

Sergio firma un ejemplar de su novela “La moza”. Escribe una dedicatoria. Las nenas se están bañando. Bruno dibuja tranquilo. Catalina está dormida.

Sergio nos lleva en su auto a la parada de ómnibus. Nos bajamos. La luz parda y melancólica de la montaña se cuela entre los ojos. Sergio habla de un escultor que se parece al viejo de “Soja en las banquinas”. Es un delirante absoluto. Quiere emplazar una mole de madera en medio de la nada. Los ómnibus pasan, rápido. Laura cruza la ruta en otro auto. Lleva las nenas al cumpleaños. Bruno se pone ansioso. Catalina sigue dormida. La amistad es un oasis en las sierras. Nos despedimos. Ha sido un largo día de sosiego.

Ya es domingo. Estamos en casa de Adrián. Le dicen Pipi a Sergio, me dice. El almuerzo es una prueba deportiva. Comemos rápido. El humo del asado quema mi nariz. El olor me alegra. Adrián se ríe y su esposa también. Santi y su cabellera enrulada corre con Bruno y se pierden en una casita de madera. Bruno reclama: quiero una.

Catalina empieza su letanía imparable. Llora, desconsolada. El avión ya está en la pista, esperando, supongo. Imagino que Sergio lee bajo los tilos de las sierras con el piano de un concierto de jazz. Sus hijas juegan en el silencio.

Adrián Savino nos lleva en su auto al aeropuerto. El sol brilla en la ruta gris y los autos raspan el asfalto como fieras tranquilas. Adrián habla de los efectos del boom en los escritores cordobeses. Menciona el nombre de un escritor. El azar quiso que fuera un pariente político. Dice que hay una generación ligada a García Márquez y lo maravilloso. A esa generación no le llegó el efecto de los norteamericanos, aclara Adrián mientras observa la figura a contraluz del edificio de “La voz”. En ese comentario se cifra una forma de captar la vida. Adrián, como yo, sabe que es un intermediario entre sus hijos y los que siguen. Un pájaro cubre el horizonte y yo pienso que sólo somos una generación, un hipo en la historia de la especie. Somos sombras que ligan el pasado con el futuro. Sólo entregamos la posta. Sólo eso. ¿Quién es más que eso? Veo la cara de Bruno, el color de su pelo que se levanta por el viento y siento la pesadez del aire como un adelanto de lo que vendrá.

Adrián nos acompaña hasta el pasillo que lleva al avión. Su sonrisa se agranda, su sonrisa de poeta secreto. Ha sido el Virgilio de Córdoba.


Photo Credits: Randal Sheppard

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