Me fascina viajar pero no cualquier tipo de viaje. Me gusta el viaje que deja algo más que un puñado de buenas fotografías. Me gusta el viaje con historia, con gente que se convierte en amiga, con intercambio, poesía, música y aventura. Viajo para que mi alma se sacuda. Y para viajar así es necesario traspasar la barrera de la turista que sólo busca la foto para colgar en la oficina y después soñar; soñar con ese lugar como si nunca hubiera estado ahí.
El proyecto nació para romper esa barrera, como excusa para conectar con la gente y el lugar. Entonces fotos que saqué en algún otro rincón del planeta se hicieron postal y viajaron en mi mochila, y a cambio de cada postal que regalé me traje una fotografía en mi cámara e historias en mi cuaderno.
En esta serie de textos, cada fotografía actúa como disparador a partir del cual improviso historias. Los textos que acompañan a las fotos no son citas textuales o hechos dispuestos en orden cronológico, sino más bien intervenciones a esa fotografía. Juntos, imagen y letra, conforman esta obra de crónica viajera.
Llego a Angkor Wat y alquilo una moto. El día es corto en relación a la cantidad de templos que quiero visitar así que antes de salir armo un itinerario tentativo para no perderme de nada.
Empiezo por los más alejados. Cuando llego a un Buda tallado en la parte más alta de una montaña de piedra, Nija se une a la travesía y empieza a caminar a la par mío. No habla, solo camina y sonríe sin mostrar los dientes, como por cortesía. Es como si el templo fuera su casa y yo una invitada desconocida, exótica. Conoce el camino a la perfección, va rápido y no se cansa aunque tiene cara de que prefiere estar jugando a la rayuela o comiendo caramelos de ananá. Lleva una beba en brazos con una habilidad maternal que contrasta con su aspecto aniñado. Le acaricia el pelo, le limpia los mocos y le ata los cordones.
Me divierte inventar relaciones de parentesco o conexiones entre las personas desconocidas cuando estoy en la cola del supermercado, en el cine o en un bar. Pero esto es distinto: no pueden ser madre e hija. Nija no tiene más de doce años y la beba tiene a lo sumo dos. ¿Y si lo son? El acertijo me resulta insoportable y como Nija apenas dice algunas palabras en inglés, le pido ayuda a Sunrise, un chico nativo de Siem Reap, para que nos haga de traductor. Después de algunas preguntas logro desentrañar el enigma: son hermanas. Menos mal. Me cuenta que su mamá trabaja en un arrozal a doce kilómetros y está todo el día afuera de la casa, del papá no dice nada. Hace días que la beba tiene fiebre y está sin ánimo para caminar, entonces Nija la lleva a upa a todos lados. Dice que no tienen plata para ir al hospital, que no hay remedios y les falta el agua. Nija tiene doce años y piensa en todo eso. Después me cuenta que a la mañana va a sexto grado y que le gusta. Creo que prefiere ir al colegio a jugar a la mamá con su hermana.