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Juan Pablo Gómez
Juan Pablo Gómez - ViceVersa Magazine

Proust y la literatura del instante

Uno de los momentos más memorables, nunca mejor dicho, de la literatura moderna “ocurre” cuando el meticuloso narrador de Por el camino de Swann (Du côté du chez Swann) después de dar incesantes vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, meditando acerca de la imposibilidad de acceder al pasado que, en este caso, equivale a la imposibilidad de poder dar forma a la sustancia que pide a gritos emerger, este narrador –decía- prueba, en contra de su costumbre, un trozo de magdalena mojado en té. A partir de ese momento la obra emerge. La forma se impone, casi involuntariamente, gracias a una vívida capacidad sensorial de acceder al pasado. La inteligencia no puede experimentar las vivencias de los sentidos. Pero cuando, por fin, se reúnen en una inesperada conciliación, se desata la obra latente y puede finalmente adquirir forma para llegar a ser. A partir de ese instante, el narrador dirá: “Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”.

El episodio es harto conocido: el sabor de la magdalena mojada en té ha despertado en el narrador un mundo que se creía olvidado, su infancia en el pueblo de Combray. Los recuerdos estallan en profusión y se vuelven sensorialmente vívidos y nítidos. Desde los matices de grises de la fachada de la casa de su tía Leoncia, pasando por detalles de los mandados que tenía que hacer para los mayores en el pueblo, hasta la sensación al contemplar la iglesia de niño, todo el pasado remoto, que tan afanosamente había intentado evocar en vano, finalmente se hace visible. Ese pasado es un mundo y la recreación minuciosa de ese mundo constituirá la materia de En busca del tiempo perdido. El artista ha dado con un método, con un tema y, sobre todo, con un tono. La obra ya será inevitable y las vicisitudes ajenas al mundo interior de ese libro monumental (para Proust su proceso era equivalente a la construcción de una Catedral) serán irrelevantes.

Hasta entonces, Marcel Proust no había podido convertirse en un escritor de prestigio, con una obra, digamos, consistente. En sus obras previas es perceptible, a ratos, el extravío de quien no ha podido desarrollar lo suficiente una voz interior que perfile un tono que, a su vez, moldee una forma. Además, su vida se había desenvuelto en la mundanidad asfixiante de la continua asistencia a recepciones y banquetes de la aristocracia parisina. Sus predilecciones pequeño-burguesas, su desahogada posición socio-económica, el excesivo mimo con el que había sido criado por su madre, su fama de snob y su homosexualidad constituyeron a forjar una imagen de sí mismo que despertó todos los prejuicios de la alta intelectualidad francesa. Sus manías personales llegaron a ser tan conocidas como su ingeniosa soltura verbal durante las fiestas: “Las mujeres hermosas son sólo para hombres con poca imaginación”. Pero nadie se percató de que aquel hombre refinado, débil y aparentemente tan dado a la frivolidad había pasado décadas de estudio, contemplación y observación pormenorizada de la conducta humana y de sus emociones en el escenario de la parafernalia pseudo-aristocrática. Nadie se percató de su don sublime.

Cuando Proust culminó Por el camino de Swann, nadie quiso editarlo. Fue rechazado por todos los grandes editores. André Gide lo rechazó por puro prejuicio, pues ni siquiera intentó leerlo. Ollendorf lo rechazó aduciendo: “No entiendo que un señor pueda llenar 30 páginas para describir cómo da vueltas en la cama antes de conciliar el sueño”. El filósofo Henri Bergson (que además era pariente de Proust), al que tanto vincularían después con su obra, optó por un cruel y desdeñoso silencio acerca de En busca del tiempo perdido. De manera que a Marcel la única opción que le quedó fue la editorial Grasset, que aceptó sólo porque el mismo escritor costearía los gastos. Gide se arrepentiría penosamente décadas después. En su descargo, siempre podrá decirse que el mundo no estaba suficientemente preparado para una obra tan delicadamente inerte, estática y reflexiva que explora en los detalles más minuciosos y a veces inocuos como forma de indagación radical sobre la naturaleza humana enfrentada a ese monstruo inmisericorde que es el tiempo. La técnica de Proust consiste en la construcción de un monumento narrativo que sea sucedáneo del tiempo y que evoque su ritmo implacable, a veces aburrido e inoperante, precisamente porque en su sentido de evocación poética lo que quiere destacar es la pervivencia artística del instante.

Fue Reynaldo Hanh, ese ilustre y exquisito compositor venezolano que además sería su amante, quien animó a Marcel a acometer la obra definitiva. A darle sentido a su existencia gracias a ella y, a su vez, que su existencia dotara de sentido y sustancia a su obra. El pálpito del tiempo se siente con mayor espasmo en quien sufre debilidad en las vías respiratorias, es asmático y tiene propensión a la enfermedad. El aire del mundo puede llegar a ser tan beneficioso como dañino. Hay quienes afirman que Proust terminó siendo un genio gracias al instante de la magdalena y el té. Sin esa experiencia no hubiese podido brotar de su espíritu el tono constante que levantó su catedral. Otros dirían que Proust hubiese hallado, tarde o temprano, un estímulo equivalente, pues su talento y su capacidad ya habían cristalizado. Genette desarrolló toda su teoría narratológica sirviéndose de la obra proustiana como corpus. Pero entró en camisa de once varas, porque en pocos autores modernos hay una relación tan nebulosa y tormentosa entre autor, obra, narrador y tono como en Proust. Curioso que una obra que sublima la evocación como experiencia presente y enaltezca el instante haya sido el ejemplo para clarificar lo que era una “analepsis” y una “prolepsis”. Proust engatusó a Genette del mismo modo en que Baudelaire engatusó a Benjamin.

Esa especie de Proust gongorino, caribeño y voluminoso que era Lezama Lima decía que la poesía es “ un caracol nocturno en un rectángulo de agua”. Luego añadía que esa frase era arbitraria y que no aclaraba demasiado, pero era una imagen que se acercaba mucho más a la poesía que cualquier definición. La concepción certera de metáforas proustianas hallan en la imagen su reino (o su catedral) de consagración del instante, por mucho que se crea perdido. Y quizás más importante que la magdalena en el té haya sido el hallazgo de Celeste, esa especie de sucedánea aséptica de la madre, que terminó siendo su fiel criada, albacea y verdadera editora de textos, quien terminó ordenando la secuencia de los planos de la catedral y quien le llevaba deliciosas magdalenas con té.

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