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sergio marentes
Photo Credits: operation_janet ©

Proporciones de lo que somos

Desde siempre ha existido un gran debate entre los grandes físicos debido al tamaño de lo que compone el universo entero. Unos dicen que las partes del universo pueden ser tan grandes que no podremos jamás llegar a conocerlas por completo y, por el contrario, los otros dicen que pueden ser tan pequeñas que no podremos jamás llegar a conocerlas por completo. Siempre están en un perpetuo discurrir de opiniones e información que a veces es lo uno y a veces lo otro. Y, aunque estos no lo sepan, como sucede en todas las áreas del conocimiento, incluida la literatura, es entonces cuando los extremos se tocan y se devoran desde siempre y para siempre. El caso más cercano a este, en el mundo de los que escribimos el mundo, se da entre los que defienden los géneros literarios clásicos y los que afirman que estos ya han desaparecido por completo. Como en el caso de los físicos, ambos tienen razón y ambos se equivocan. Para probarlo traigo la siguiente anécdota, en la que alguien se equivoca, aunque tiene la razón.

Alguien con quien me tomo un café me pide que invente una palabra que describa algo que está sucediendo en ese instante, justo en donde nos encontramos, o, que, en caso de no poder hacerlo, una palabra que mencione algo que esté allí presente, y que aún no haya sido bautizado por el hombre. Luego de advertirle que no funcionaba así lo de inventar palabras, por lo menos en cuanto a la velocidad se refiere, lo hago e invento una palabra para describir lo que transmite la mirada del hombre que observa con estupor a la mujer que está terminando con la relación amorosa que tenía. Digo lo primero que se me ocurre y, para mi sorpresa, mi interlocutor conoce la palabra y hasta me habla de sus raíces griegas. Ante el tropiezo de mi suerte, lo intento con otra palabra, y me lanzo con un objeto que parece perchero, pero que, de fondo no lo es. Él, ahora, me habla de latín y me explica, además, que ese artefacto fue usado por una familia aristocrática en el imperio austrohúngaro y del cual poco se tuvo noticia. Me lanzo entonces con una tercera, ya sin ilusión, y esta vez sí acierto. Mi interlocutor piensa un instante y dice que esa sí no la conoce. Y finaliza diciendo que la probabilidad de salir victorioso de una batalla con uno mismo es tan alta como baja, porque, tanto el uno como el otro, están equivocados y tienen la razón.

No sé sí yo en ese instante tuve razón o no, pero pudimos terminar el café en silencio y seguir pensando en Balzac y todos los adictos al café que tuvo la historia de la literatura, y que nunca pudieron inventar una palabra para describir el placer que causaba aquel fruto en sus entrañas, o más adentro, no se sabe.


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